LA INVOLUCIÓN ALFABÉTICA [RRL]

Inmersos en un imaginario grafomaníaco, decirle a alguien que es semialfabetizado se torna en un insulto urticante, justamente porque, por principio, el semialfabetizado desconoce la diferencia entre dos vivencias: la del escribir y la del redactar, además de la respectiva ligazón de estas con la lectura crítica. Es una creencia fetichista esa de que leer y escribir son un sendero de ida y vuelta; tan fetichista que ni los peritos en ciencias discursivas están libres de ella. En este sentido, no sorprende que los estudios superiores, que el semialfabetizado ostenta, sean una proyección famélica de su escolaridad primaria. Esa es la razón, además, de que desprecie la actividad lectiva: después de todo, cualquiera que haya ido a la escuela sabe leer. Arquitectónicamente considerada, esta semialfabetización es el confesionario donde el imaginario grafomaníaco vuelve las tripas. Por supuesto, su experiencia sobre la lectoescitura es tan angosta que el mundo le parece  ínfimo; además de no reparar en que su psiquis hinchada es la que ocupa casi toda la indefinitud del espacio mental al que llamamos «memoria».

El despecho impúdico despertado por la descripción anterior, suponemos, no ayuda a imaginar a qué aspectos concretos se haga referencia al decir «semialfabetizado». ¿Será muy osado indicarle que no tiene la menor idea de cómo ubicar las preposiciones o las conjunciones en un enunciado que supere, pongamos, las diez palabras (lexicográficas o no)? Obviamente, si se le mencionara su abuso inútil de la puntuación, se defendería con alguna perogrullada. Dado que es artificialmente inteligente, sería bueno que advirtiera que la puntuación puede ser tan funcional como los operadores aritméticos; es decir, en materia de redacción, es semialfabetizado, puesto que ni siquiera domina el ordenamiento de las palabras que posteriormente debería saber entonar, en público o mentalmente. ¿Qué remedio? Todavía no descubrió que «leer» significa asignar lineas tonales a garabatos sordociegos, mientras que «redactar», en consecuencia, supone el saber hacer que lo garabatos finjan ritmo y melodía, armonizados. Así de involucionado se encuentra. De la relación íntima entre claridad y sintaxis oracional, no se le hable pues, para su angostura afectiva, sería como mencionarle el sexo de los ángeles.

Lo más adorable de todo esto es que el semialfabetizado tiene el desparpajo de simular que domina idiomas, pues cree mitológicamente que la mente humana es monolingüe, tanto por naturaleza como por gracia divina. No le advirtieron aún que el plurilingüismo psíquicamente engranado en el cuerpo humano no es exclusivamente africano o asiático. Lamentablemente, por otra parte, le haría bien enterarse de que quien no domina el idioma que habla a diario no puede ni ingresar en las complejidades afectivas de ningún otro. Y donde más se desnuda su ignorancia cultivada es en los garabatos que desparrama por el imaginario colectivo, gracias a abalorios electrónicos que se asemejan a larvas psíquicas. El arreglo de autómatas o estatuas parlanchinas es varias veces milenario. Lo que no se comprende es cómo una mente apenas escolarizada, que solo logra expresar las ocurrencias adocenadas en la actual «uniangligonza» (muchos aun creen que se trata del inglés), vaya a conseguir imaginar en alguna de las variedades del español. 

Si esta notita puede interpretarse como la fabricación de un ataúd comunitario, coloquemos el último clavo, regresando a la lectura, pivote de la alfabetización. De hecho, la lectura es el gran abismo para el semialfabetizado, puesto que es una de las formas de cultivo de la apercepción idiomática. Dicho de manera casera, un idioma se autopotencia cuando descubre que el poner la atención sobre sí mismo puede transformarlo en objeto de conocimiento; cuando, por lo mismo, comprende que leer fortalece las claves de comprensión del imaginario colectivo, con su envoltorio extramental. El semialfabetizdo cree que hablar (y, en todo caso, leer) no cuesta más que toser o estornudar. En efecto, en el discurso semialfabetizado (con o sin título habilitante), no hay ni trazas de lecturas y menos aun de relecturas. Si se está interesado, pregúntese por qué el modo semialfabetizado de hablar carece de un cierto tono muscular lectivo y también de algún arreglo sintáctico-léxico que recuerde más al órgano de iglesia que algún instrumento musical ubicado entre la flauta dulce y la ocarina.

Con todo, lo más interesante del semialfabetismo es su condición absolutista. Como toda afectividad tiránica, finge ser tolerante. Olvida que la lectoescritura es un conjunto de artesanías cuya asociación se aceita y (si Dios lo quiere) mejora con el tiempo. Tullio de Mauro lo expresó sencillamente: Involucionamos si el cerebro no se entrena. Esa misma certeza es la que movió a Pau Casals a afirmar que continuaba ensayando, a sus noventa años, pues podía notar que había progresado. El semialfabetizado tiene prohibido este tipo de consideraciones: para él, la lectoescritura nada tiene que ver con la audición.