ANIVERSARIO
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Hace cinco años comenzó un seminario que cambió (sin habérnoslo propuesto), radicalmente, nuestra percepción de cualquier clase de estudio que deseemos emprender. El puntapié inicial fue, a todas luces, un curso de ortotipografía, una serie de lecciones acerca de cómo representar en el plano (traducir a dibujos) las melodías en sordina a las que el común de los mortales llama pensamientos. Repentinamente, en el curso del primer año, hizo su aparición la sombra del R.P. Ivan Illich, a través de la lectura de su último libro, «En el viñedo del texto»; y el curso que, de por sí era atípico, se transformó en la ocasión sabatina para experimentar cómo la lectoescritura (dos funciones marginales del alfabeto) podían convertirse en vías a la atención sostenida, al animarse a prestar atención.
Pasó el tiempo, cambiaron algunos participantes, se asientan algunos hábitos; y a pesar de todo, los contenidos del curso aún son inciertos, siguen siendo como plantas silvestres en un jardín de cierta prolijidad. En realidad, la filigrana que teje el mirar directamente a los ojos de la propia atención no se deja adocenar. Es ir en contra la mediocridad de los tiempos, sin caer en exotismos ni en la mezquindad a la que los intelectuales llaman «su pensamiento». Asimismo, la inteligencia sentiente del santo patrono, Ivan Illich, tampoco lo ha permitido. La naturaleza camaleónica de su indagar no favorece ni a capillas ni a palomares.
Acaso sería demasiado autocomplaciente imaginar que los encuentros sabatinos, desde algún hipotético ángulo, puedan ser una suerte de encarnación de otras reuniones a las que (imaginamos) el mismo Illich intentó dar vida y a las que llamó «casa de lectura». Sabemos, por otra parte, que fue un hombre que, al descubrirse enfermo, recurrió a la atención sostenida, para «mitigar» en algo la mordida del dolor. También lo había hecho un pensador tan inusual como Illich, aquel Vicente Fatone, vecino de la ciudad de Buenos Aires. De cualquier manera, el curso, en tanto descubrimiento y frecuentación de los callos de la propia sensibilidad termina por quebrantar a los fetiches del conformismo adulador.
Contrariamente a lo que los ajenos crean adivinar, en los encuentros sabatinos es innecesaria la «interpretación de textos»: en primer lugar, porque la definición de texto (aun las dadas y supuestas por Illich mismo) no dan en el blanco si se las evalúa desde la aplicación social de las lectoescrituras, a lo largo de los últimos ocho milenios. Más bien, como habría señalado el padre Marcel Jousse, hay que «manducar la palabra». Pero hay más. Los últimos ocho siglos (y esta perspectiva no es exclusivamente achacable al catolicismo), han visto la «depauperación» de lo sagrado. Illich, como muchos otros, la sufrió e intentó entenderla desde la caridad. Como la caridad es una práctica que se desentiende de lo mediocre, muchos (demasiados) califican a Illich de revolucionario.
Así las cosas, como para entender no se puede disimular la tendencia hacia el pensar anagógico (el Dante hermeneuta, aquí, viene al recuerdo), el curso sabatino ha resuelto delinear un enorme rodeo antes de estar en condiciones de paladear no solo «En el viñedo del texto», sino el «Didascálicon» del entrañable amigo de Illich, Hugo de San Víctor. El simple hecho de que un sacerdote del siglo XX mantuviera un epistolario, en latín, con otro del siglo XII, revela que la rebeldía ínsita en los Evangelios no necesitaba ni del sexo ni de las drogas ni del rock and roll. Es decir, no necesitaba ni del frenesí que provee la aridez genital ni del obtuso delirio psicodélico y menos de los posibles aciertos del rock o del pop, a los que las Musas continúan desconociendo.
Hace cinco años iniciaron unos encuentros sabatinos cuyo nombre aún no se puede recordar. Durante ese período, se va vislumbrando tímidamente, en las mentes de los participantes, el cortejo irregular de la atención. Algunos ejercicios, algunas lecturas (no solo la de Illich) han causado desasosiego, desconcierto, y literalmente hablando, hasta dolores de cabeza. En otras ocasiones, emerge el «hiato prediscursivo» por entre la maleza que delimita la mente de la vigilia. Más a menudo, se experimenta qué tipo de remedio o qué tipo de veneno puede llegar a ser la lectoescritura hoy astutamente disimulada en las pantallas de los bárbaros dispositivos móviles.
Unas reuniones cuya justificación había sido la ortotipografía se han vuelto la ocasión para el acercamiento arisco a la atención sostenida. Ahora bien, mirada desde una cierta distancia (como la que brinda la certeza de la muerte individual), ¿qué sostiene a la atención sostenida? ¿Qué inteligencia se planta ante unos ojos que se cierran para modular la respiración y desligarse, en todo caso, del gran teatro del mundo, a través del incansable rejuego alfabético? Borges, apercibido, lo señaló, como quien no quiere señalar con el dedo el innombrable misterio de una conciencia individuada: «Dios mueve al jugador, y este, la pieza./ ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza/ de polvo y tiempo y sueño y agonía?». A modo de cierre, permítasenos rectificar el ingenio verbal borgeano: «Algún adversario mueve al jugador, y este, la pieza./ ¿Cómo es que la pieza detrás de otra pieza la trama empieza/ si el polvo, el tiempo, el sueño y la agonía, aun empezando, nunca empiezan?». Más allá de las «rectificaciones», serían bueno descubrir por qué el ajedrez de las letras continúa respetando el aparente movimiento sostenido de los mundos que habitamos o que ni siquiera percibimos. Son las ocurrencias que susurra un aniversario.