ANIVERSARIO [RRL]
- RICARDO R. LAUDATO
- hace 4 días
- 5 Min. de lectura

Hace ocho años comenzó un seminario que cambió (sin habérnoslo propuesto), radicalmente, nuestra percepción de cualquier clase de estudio pasado, presente o futuro. El puntapié inicial fue, a todas luces, un curso de ortotipografía, una serie de lecciones acerca de cómo proyectar en el plano (volcar en dibujos) las melodías en sordina a las, con cierta falta de destreza, llamamos «pensamientos». Repentinamente, en el curso del primer año, hizo su aparición la sombra del R.P. Iván Illich, a través de la lectura de su (casi) último libro, «En el viñedo del texto»; y el curso que, de por sí era atípico, se transformó en la ocasión sabatina para experimentar cómo la lectoescritura (dos funciones marginales del alfabeto) podían convertirse en vías a la atención sostenida, al prestar atención.
Pasó el tiempo, se desvanecieron algunos participantes, otros metieron la nariz y disimularon acumen, los pagados de sí mismos huyeron, sin haber empezado, ante la falta de protocolaridad y plusvalía universitaria. Se asentaron algunos hábitos; y a pesar de todo, los contenidos del curso, en principio inciertos, toman ahora un cuerpo que hace dudar de la firmeza del suelo que se pisa. Esos «contenidos» se asemejan más a plantas silvestres en un jardín que no puede simular más una cierta prolijidad. En realidad, no se deja adocenar la filigrana que teje el mirarse directamente a los ojos de la propia atención. Es ir en contra la mediocridad de los tiempos, sin caer en exotismos ni en la mezquindad a la que los intelectuales llaman «MI pensamiento». Asimismo, la inteligencia sentiente (Zubiri dixit) del santo patrono, Iván Illich, tampoco lo permite. La naturaleza camaleónica de su indagar no favorece ni a capillas ni a palomares.
Acaso sería demasiado autocomplaciente imaginar que los encuentros sabatinos, desde algún hipotético ángulo, puedan ser una pálida encarnación de otras reuniones a las que el mismo Illich llamó casa de lectura. Sabemos, por otra parte, que el sacerdote Illich fue un hombre que, al descubrirse enfermo, recurrió a la atención sostenida, para «mitigar» en algo la implacable mordedura del dolor. También lo había hecho otro «inclasificable», tan inusual como Illich, aquel Vicente Fatone, vecino de la ciudad de Buenos Aires, ante los dolores del cáncer que selló su fallecimiento prematuro. De cualquier manera, el curso, en tanto descubrimiento y frecuentación de los callos plantales de la propia sensibilidad, termina por quebrantar a los fetiches del conformismo adulador y reduce a cenizas el mito del intelectual moderno y contemporáneo. No se ha sabido entender por qué Illich le escribía cartas personales, en latín, a Hugo de San Víctor.
Contrariamente a lo que los ajenos crean adivinar, en los encuentros sabatinos es innecesaria la interpretación de textos: en primer lugar, porque las variopintas definiciones de texto (aun las dadas y supuestas por Illich mismo) no dan en el blanco si se las evalúa desde la aplicación social de las ortotipografías y notaciones (a lo largo de milenios). Más bien, como habría señalado el padre Marcel Jousse, hay que manducar la palabra. Hay más, con todo. Los últimos ocho siglos (y esta perspectiva no es exclusivamente achacable al catolicismo) han visto la «depauperación» de lo sagrado. Illich, como muchos otros, la sufrió e intentó entenderla desde la caridad. Como la Caridad (virtud teologal) es una práctica ajena a lo mediocre, muchos (demasiados) califican a Illich de «revolucionario».
Así las cosas, como para entender no se puede disimular el pensar anagógico (el Dante hermeneuta, aquí, sienta sus reales), el curso sabatino ha resuelto delinear un enorme rodeo antes de estar en condiciones de paladear no solo En el viñedo del texto, sino el Didascálicon, de Hugo de San Víctor, el que es, por lo demás, la meta de estudio de «En el viñedo del texto». El simple hecho de que un sacerdote del siglo pasado mantuviera un epistolario, en latín, con una de las cumbres de la Mística Especulativa del siglo XI, revela que la rebeldía ínsita en los Evangelios no necesitaba ni del sexo ni de las drogas ni del rock and roll. Es decir, no necesitaba ni del frenesí que provee la aridez genital ni del obtuso delirio psicodélico y menos de los posibles aciertos del rock o del pop, a los que las Musas continúan acaso dando la espalda.
Hace ocho años iniciaron unos encuentros sabatinos cuyo nombre aún no puede recordarse. A lo largo de los años, se ha ido vislumbrando tímidamente, en las mentes de los participantes, el cortejo irregular de la atención. Algunos ejercicios, algunas lecturas (no solo la de Illich) han causado desasosiego, desconcierto, y literalmente hablando, hasta dolores de cabeza. En otras ocasiones, emerge el hiato prediscursivo por entre la maleza que delimita la mente de la vigilia. Más a menudo, se experimenta qué tipo de remedio o qué tipo de veneno puede llegar a ser la lectoescritura, hoy astutamente disimulada en las pantallas de los bárbaros dispositivos móviles.
Unas reuniones cuya justificación había sido la ortotipografía normativa del español panhispánico se han vuelto la ocasión para el acercamiento arisco a la atención sostenida y al descubrimiento anhelado por Illich: desvelar que la lectura practicada durante unos tres siglos no ha sido (ni es) otra cosa que un hábito folclórico, un guiñol y además una ocurrencia provinciana. El golpe mortal que asesta ese descubrimiento a la escolaridad obligatoria no ha tenido precedentes fácilmente reconocibles (aunque las ambigüedades de la erudición cobijada por la Iglesia Católica ante la obra de Marcel Jousse podrían bien rebatir este aserto). ¿Quién podría salir indemne del cataclismo psíquico que significaría el sentir hasta el tuétano de los propios huesos que el acervo impreso de nuestras mejores bibliotecas es indescifrable para el babélico duermevela contemporáneo (Alexa incluida)? Extrañamente, suele pasarse por alto que las bibliotecas solo sobreviven si hay lectores, así como los idiomas históricos «mueren» cuando sus hablantes perciben que ya no vale la pena hablarlos. Ahora bien, en el orbe euroamericano, ¿cómo puede haber lectores si desconocen las coloridas aplicaciones del abecedario? Más paradójico aún es que en los grupos humanos que obligan a leer y a escribir se sepa casi nada en qué consista el abecedario y hasta por qué se volvió imprescindible el diseño de las ortografías normativas.
Es comprensible pues que el curso se haya convertido en algo semejante a una trituradora de las escuálidas expectativas de la mente forzosamente escolarizada; es decir, una formación que desconoce los usos de la memoria, la noción de artesanía y la noción de «morfosis», a través de la cual, Gregorio nacianceno (329-390 d.C.) aprovechó los modos de la lectoescritura pagana para difundir la Revelación del Cristo entre los letrados de su tiempo. Si no se intuye qué pudo ser la «morfosis»», recuérdese la «Metamorfosis» kafkiana, aunque en sentido contrario. Ahora bien, esa morfosis, lecho de las artes liberales, depende de la atención. Sin embargo, mirada con cierto desapego (como el que brinda la certeza de la muerte individual), ¿qué sostiene, a su vez, a la atención sostenida? ¿Habría un inteligir que se planta ante unos ojos semicerrados de modo de modular la respiración y desligarse, en todo caso, del gran teatro del mundo, a través del incansable rejuego alfabético? Borges, apercibido, lo señaló, como quien no quiere señalar con el dedo el innombrable misterio de una conciencia individuada: «Dios mueve al jugador, y este, la pieza./ ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza/ de polvo y tiempo y sueño y agonía?».
A modo de cierre, permítasenos rectificar el ingenio verbal borgeano: «Algún adversario mueve al jugador, y este, la pieza./ ¿Cómo es que la pieza detrás de otra pieza la trama empieza/ si el polvo, el tiempo, el sueño y la agonía, aun empezando, nunca empiezan?». Más allá de las «rectificaciones», serían bueno descubrir por qué el ajedrez de las letras continúa respetando el aparente movimiento sostenido de los mundos que habitamos o que ni siquiera percibimos. Son las ocurrencias que susurra un aniversario.

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![EL ABECEDARIO LOCUAZ: HELEN KELLER. [RRL]](https://static.wixstatic.com/media/68845d_37e7a46095e640d8adec8a6c2d6de433~mv2.jpg/v1/fill/w_452,h_250,fp_0.50_0.50,q_30,blur_30,enc_avif,quality_auto/68845d_37e7a46095e640d8adec8a6c2d6de433~mv2.webp)
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