SER CULTO [RRL]
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El adjetivo «culto» podría aplicársele a una persona que degusta su propia inconsistencia al descubrir quelo Real urge (no el imaginario colectivo), mientras en su fuero interno contempla el rejuego entre la marea montante del olvido y las olitas de los recuerdos personales. ¿Para qué cultivarse, pues? Es una figura (símbolo de) judeo-cristiano-islámica que fructificó hasta que se marchitó en las mentes individuales de Euroamérica, gracias a la difusión de la imprenta. Sin proclamarlo, lo Real aboceta espejismos en las fisuras imaginativas de cada grupo humano; algunos individuos sueñan con domarlos, con domesticarlos, a través de un artefacto inquieto al que la costumbre terminó llamando «libro». Otros grupos humanos, de África o de Asia, por ejemplo, pueden usar el tambor o las campanas de bronce, por ejemplo.
En resumidas cuentas, ser culto comporta el volverse invisible; por eso, poco importan ni el pasar la vista por la superficie de las hojas impresas ni el atosigar la antememoria con etiquetas, fechas u ocasiones de un pasado esfumado. Contra toda perogrullada, si alguien logra volverse culto, es porque se cultiva, no porque lea libritos o escuche cancioncitas que le endulzan la «nescencia» obsecuente. Acaso no se logre ver lo específicamente cristiano de la nescencia: esa agria ignorancia que viene motivando, por ejemplo, al budismo desde sus inicios. Para descubrirla, en el orbe cristiano-ateo actual, formúlese una pregunta fundamental: si el libro es un artefacto inquieto, ¿cuál será, pues, el combustible que lo mantiene en movimiento?
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