FEDERICO GARCÍA LORCA, RETRATO DEL NATURAL [RRL, fragmento]
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La libertad creadora tiene sus elegidos: tanto le confió a Lorca que este se vio obligado a hacer de mousikós sobre el tablado del mundo. El hombre de carne, sangre, y hueso debió sentir muchas veces la fragmentación del yo empírico, el doble filo de la experiencia metafísica; empero, parece no haber estado preparado para reconocerla. Su obra es suficiente prueba de su intensa lucha por identificar el escurridizo asedio de los arquetipos (los platónicos) en el enmarañado transcurrir de una vida humana. Sorprendentemente, dicho combate se refleja aun en la bibliografía sobre el poeta. A despecho de todas las tendencias antibiográficas de la crítica, la personalidad lorquiana preocupa al discurso crítico tanto como la obra.
Lorca percibió vagamente el origen de su inquietud, y su tormento se expresó muchas veces en un idolecto que resulta arduo de decifrar: duende, inspiración, dramones, pirulino, lógica poética, chorpatélico, o pena negra son algunas de las unidades estilísticamente tan íntimas. Naturalmente, ciertas líneas principales de su manera fueron siendo descubiertas por los comentaristas según las tendencias enciclopédicas de cada uno de ellos. Schonberg, por ejemplo, se encegueció frente a un Lorca superrealista y homosexual; a Francisco Umbral, en cambio, lo engolosinó la intuición denominada poeta maldito; el juglar, a su vez, fue hallado por Díaz Plaja y Guillermo de Torre; Ian Gibson recolectó con esmero un Lorca para los amantes de los hechos; Dalí lo llamó «el fenómeno poético en su integridad» y Morla Lynch palpó al genio internamente encadenado por el terror a la muerte física y la inquietud ante las acechanzas de Eros. Por su parte, Vicente Aleixandre captó al noble Federico de la tristeza; Álvarez de Miranda, al portavoz de las religiones arcaicas; Francisco García Lorca, disfumó por sobriedad, el extraño avatar de haber sido el hermano de un genio; Javier Herrero intuyó en Lorca (junto con Unamuno) al poeta religioso más importante de España; y Dámaso Alonso, para fingir que culmina un listado interminable, percibió en Lorca a la misma España en su esencia histórica. Como en las antiguas teogonías, Federico García Lorca es a la vez uno, múltiple e imperceptible, sin que se haya explicado todavía el porqué.
Mezclando las voces del hombre y el artista, cada nueva perspectiva va difundiendo un rompecabezas de contornos turbios en más de un sentido; ante todo, porque los juicios hablan más de las preferencias de cada comentarista que de Lorca mismo. En segundo término, porque la suma de las opiniones más autorizadas no está a la altura de la imagen subliminal ofrecida al lector, tanto por la obra lorquiana como por la reconstrucción biográfica respectiva. No se niega aquí el valor de verdad que cada perspectiva crítica posea en su condición de escorzo. Pero, en casos como el lorquiano, donde arte y personalidad se hallan orgánicamente imbricados, la cuestión sobre la cara profunda del alma no puede ser considerada con las premisas de la historiografía fáctica. No es de extrañar, pues, que su derrotero artístico siga resultando difícil de valorar. ¿No hay demasiado ruido y pocas nueces? La pregunta solapada de un poeta como Cernuda sobre la fama póstuma de Lorca es muy comprensible: especialmente, si, a sabiendas, se limita la actividad creadora de Federico a la versificación. Pero, ya se ha dicho, García Lorca fue principalmente un mousikós, no un escritor, así como Miguel Ángel, aun siendo un escultor, fue a las claras un architékton. Pasarlo por alto es condenarse a nunca dar en el blanco.
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