LA RAE Y EL "LENGUAJE INCLUSIVO" (RRL)
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Al leer la advertencia de la RAE, no queda más remedio que suspirar y murmurar: El que con niños se acuesta… ¿Hace falta darle tanta importancia a una nimiedad como la del mal llamado y peor traducido lenguaje inclusivo? ¿No ha habido en todas las épocas mentes obtusas que buscan parecer inteligentes y atentas, explotando alguna sandez con apenas visos de sensibilidad adocenada? ¿Hay que darle importancia a algo que pasará sin pena ni gloria, como pasaron las reglamentaciones lingüísticas de la Italia fascista, en un país en el que el italino mismo era un notable desconocido para la población? ¿O porque algo se diga a sí mismo «nacionalista», «inclusivo» o «popular»; «elitista», «de buen gusto» o lo que sea, lo es efectivamente? Después de todo, a la gente sin luces, le asiste el derecho de decir necedades; de lo contrario, ¿dónde caería la sal de la tierra? ¿No es más ecuánime aceptar que la gente diga o escriba lo que quiera ya que es apenas lo poco que puede decir o escribir?
A los hechos: si alguien dice que HAY QUE decir «niños y niñas», en vez de «niños», no solo es un prepotente que delira con manipular el hablar ajeno, inventándose un fanatismo, sino que también resulta ser el sacristán avinagrado que busca imponer algún tipo de etiqueta, exclusiva para los miembros de alguna capilla imaginaria. Por lo demás, queda como un zopenco que no puede enunciar más que semiobviedades, confesando indirectamente su aridez afectiva y su complejo de diosito de un olimpo hecho a la medida de las nimiedades que lo excitan de la cintura hacia abajo. Es todo lo que es capaz de percibir del mundo; y su sensibilidad de miope lo exhibe, según expresó Jorge L. Borges alguna vez, como un invulnerable a la realidad. ¿Hace falta darle importancia a estas cosas efímeras? Dele su minuto de fama en una realidad psicosocial que anhela la fama a través de lo mediocre o lo insignificante.
Pero hay algún rasgo bastante más alarmante, pues hasta los tontos saben un cierto algo que la RAE o no sabe u olvida: se dice a sí mismo lenguaje inclusivo. Y «lenguaje» aquí no mienta siquiera la lengua de cultura sino al modo de hablar; o mejor dicho, a uno de los tantos registros diarios del hablar. ¿Y por qué un registro del hablar no puede pretender ser «incluyente»? Si eso deja contentas a esas personas, ¿qué remedio? ¿No está lleno el mundo de personas que predican el aborrecimiento las palabras altisonantes, aunque las usen (y hasta abusen de ellas) a cada minuto? ¿No existen esos que pregonan no decir nunca malas palabras, pero que las piensan a cada minuto? La jerga incluyente; es decir, la monserga religionista de los que jamás van a brindar alma y vida por la justicia social. Se habla aquí, probablemente, de gente en busca de atención, fama en los medios de comunicación o debilidades afectivas del género, tan del gusto de los librepensadores del siglo XVIII. Como la hemofilia, la estela de los librepensadores del siglo XVIII ha difundido taras genéticas irremontables. Por otra parte, el lenguaje inclusivo, visto desde las Consideraciones intempestivas de Nietzsche (un filólogo polaco que vomitaría si escuchara las sandeces de lo inclusivo), es una jerga que apenas se pone en marcha cuando conviene vociferar ante algún enemigo inventado y que se presenta (como era de esperarse entre hispanohablantes) como otro aborto de la «angliuniformigonza» industrializada que envuelve, sin que lo sepan, hasta a los detractores apenas vociferantes del capitalismo norteamericano. Es decir, es otra treta imaginativa del capitalismo norteamericano que tanto proclaman detestar. Ciegos, desencaminadores de ciegos. Sic transit gloria mundi.
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