DEL PASMO FILOSÓFICO (RRL, fragmento)
Sea de esto lo que fuere, al mencionar lo filosófico, no puede olvidarse la noción de «pasmo» (generalmente, traducida por «asombro»). No hay libro o manual de filosofía que no le dedique unos renglones al asunto del «asombro», como origen de la actitud filosófica, echándoles la culpa a Platón o Aristóteles sobre el particular. Ahora bien, lo habitual en estos casos es considerar al asombro como maravilla (sensación de sorpresa), detonando así todos los lugares comunes con los que la sensibilidad romántica (supérstite desde por lo menos 1850) continúa tiñendo la tenue perspicacia del presente sobre el particular. Cambiando de ángulo, en cambio, Elémire Zolla sugirió una visión distinta, la que llevaría a traducir «tháuma» por «pasmo», mejor que por «asombro». En efecto, en un artículo sobre el tan mal conocido Pinocho de Carlo Collodi, Zolla propone un entretejido de matices entre las palabras «materia», «madera», «títere» y el quijotesco pasmo filosófico, que lleva a reflexionar, con más cautela y menos emoción, sobre el vocablo griego «tháuma». La señalación de Zolla es acaso demasiado escueta; pero el conocimiento de algunos detalles puede aclarar el asunto.
En griego clásico, «marionetas» se decía «thaumatopioi» (no era esta la única denominación) que debería traducirse literalmente por creadores de pasmo o creadores de perplejidad, en el sentido de cosas que desafían las expectativas corrientes, o bien, algo así como el ver para no creer. Obviamente, las marionetas pequeñas estaban talladas en madera (como Pinocho) y la voz «madera» del griego es la misma que la voz «materia», como en la frase castiza: muestra de qué madera estás hecho. Por lo demás, como ya se señaló, la voz «tháuma» refería al títere también. ¿Subliminalmente, entonces, la voz «filosofía» se refería al pasmo humano en el instante en que se descubre marioneta? O peor aún, ¿en el instante en que descubre que puede superarse la condición de títere, como se lo relata al final del Pinocho? El mismo Zolla concluye su ensayo, haciendo referencia al ensayo de Ananada K. Coomaraswamy, titulado Spiritual Paternity and the Puppet-Complex, en el que se analiza, desde distintos ángulos, el capítulo 43, de la Kathá-sarit-ságara (océano de leyendas, del siglo XI d.C.). En ese capítulo se narra el relato que tiene lugar en la ciudad de los autómatas de madera, gobernada por un único ser consciente. Dejando de lado los detalles y observaciones, podría inquirirse si el origen de lo filosófico no residiría en ese pasmo frente a un universo de autómatas y si, a su vez, la superación de lo filosófico tendría que ver más con su abandono por un saber de un orden muy distinto (obviamente un saber sobrenatural).
El aspecto de la manualística filosófica que realmente pasma es la superficialidad de la explicación manoseada acerca del asombro que habría dado origen a lo filosófico, pues fue un tic de los manuales del siglo XX definir a la filosofía como una suerte de saber técnico, frente a lo que los pedantes se regocijaron en denominar saber vulgar y que, por su lado, Husserl llamó la actitud natural. Obviamente, como se verá más adelante, esta división solo adquiere sentido para la filosofía universitaria o para la especulativa. Lo Real (confusamente percibido por cada ser humano), siguiendo las observaciones de Coomarawamy, podría terminar siendo radicalmente otra cosa; y una cosa que deja pasmado. Acaso la frase dialéctica de las hierofanías (utilizada por la historia de las religiones) podría contribuir al acercamiento de esa cosa, mientras se entienda que la dicha dialéctica nada tiene que ver con la razón humana y que tampoco depende de la diferencia entre lo sacro y lo profano, pues lo profano, por definición, no existe. Por este motivo, el pasmo aludido por los manuales nada tiene que ver con la aceptación ingenua de lo mental y lo extramental, tal como se los percibe a diario, sino que se relaciona con la vivencia palpable de la inconsistencia fundamental de los precitados órdenes ontológicos que, en el mejor de los casos, llevaría, más que a lo filosófico, al desmayo, la incredulidad o la pérdida de las ganas de vivir, como queda atestiguado en aquel cuento afgano La canción del paraíso.
Considerada esta posibilidad, queda claro pues que la filosofía apenas sería un saber preliminar frente a lo que puede denominarse lo esotérico (Guénon) o frente a la teología cristiana, de corte racional, aunque se elabore desde la Revelación. Adentrarse en estos asuntos sería transitar en otros terrenos. Por lo demás, desde ese pasmo, podría intentarse una explicación del surgimiento de la «falsafa» del mundo intelectual musulmán (sinónimo de «hikma», «sabiduría») o de la denominada filosofía hebrea o de la aún denigrada philosophia oculta y hasta de la sapienza greca de Giorgio Colli. Queda establecido, entonces, a manera de condensación de lo dicho hasta aquí, que la dificultad de definir a la filosofía no es tanto parte de su esencia (como gustaban afirmar los profesores que nos tocó escuchar), sino que se debe a que es una suerte de repliegue de la actividad consciente y que, como tal, ni es inmóvil ni es apenas pasajero, aunque no puede permitirse la consecución de respuestas definitivas. Acaso esa sea una de las razones por las que Platón dejó diálogos en vez de exposiciones argumentativas, cimentadas en la tercera persona de los verbos.
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