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RETRATO INDIRECTO DE JORGE LUIS BORGES, A TRAVÉS DE UN LIBRO TAIMADO



Más allá de la nota forzada con la que se justificó la empresa, aquella de «defender la verdad» (Prefacio, 12), cuesta imaginar la oportunidad de publicar el Borges de Adolfo Bioy Casares. Eso no significa que los inevitables lectores no puedan encontrar motivos ajados. Ante todo: el gremial. Se dejarán oír así los sonsonetes de cafés y peñas, y los tics e hipos de las cátedras. Cabe presumir que se verificarán el racismo borgeano, el clasicismo cadavérico de los interlocutores y la fruición esteticista de las mentes; en otras palabras, se sacudirá una y otra vez el reseco maquillaje de unas charlas acaecidas en el siglo XX, sin advertir que el espíritu que las inervó había provenido del siglo anterior.

Por ignorancia o falsa moderación, se evitará señalar los lunares de las implacables sensaciones epidérmicas del «dúo estático». Por ejemplo, tratándose de Antonio Porchia, se disimulará que el señor Borges, retratado por Bioy, exuda la misma mezquindad con la que un ligeramente distinto señor Borges redactaría, años más tarde, el prólogo constipado de una edición francesa de «Voces». En el caso de Cervantes, la recurrente mirada al alimón certifica que la digestión cumplida, de por lo menos tres literaturas casi enteras no ayuda a entender el prodigio de un escritor que fue soldado bravucón, esclavo (antes de la teutónica pregunta de Adorno), burócrata y escritor denostado por escritores (de Lope de Vega a Nabokov, Borges y Bioy Casares).

Hay también razones superfluas: en primer término, los chismes sobre el olimpo literario porteño. Discutible es que los afectados ignoraran lo que hasta un hijo de vidriero, medianamente curioso, habría sabido por boca de ganso en la ciudad a orillas del Río de La Plata. Otra débil motivación resultaría del querer confirmar los juicios del hedonismo lector. Al menos, en el caso de Borges, el cotejo de lo aseverado en todas las entrevistas publicadas quizás depare más perplejidad que certezas. Por su parte, los pelajes del psicoanálisis buscarán el inaferrable volumen para estar a solas con el remoto manantial de la palabra interior que un Borges astuto supo hurtar a la voracidad ajena. Sin embargo: ¿con un instrumental tan limitado, se extrae algo más que escorias, de pesadillas como la del paraíso convertido en hilera de letrinas?

La pedantería, por su lado, bien puede oficiar de razón: esa de equiparar este Borges a las conversaciones de Goethe con Eckermann o a las anotaciones de James Boswell antes de redactar la famosa biografía del doctor Johnson. Este Borges no es ni conversación ni entrevista ni diario, sino en la fachada. En 1952, Bioy no deja lugar a réplicas: «(Borges) Me asegura que es indispen-sable destruir todos los papeles porque el día menos pensado uno desaparece y los amigos le pu-blican esas grietas y esos estigmas». Bioy perpetró sesiones de cámara oculta y fue seleccionando las escenas para su publicación. Estaba avisado y se las ingenió para publicar un texto en que, según sus delirios de nobleza, se pudiera «defender la verdad».

En rigor, la lista de razones es interminable, pues la misma piedra angular de la hiperinflación borgeana parece haber sido emplazada, a causa del talante de otros tiempos. En efecto, la familia Borges soñó a su hijo escritor, sin sospechar las dotes de la hija. No obstante, el lector venidero no estará obligado a someterse a apenas una infatuación del siglo XX (y Borges mismo lo repitió con irónica melancolía). En todo caso, ese lector tendrá la oportunidad de preguntarse si la fama de Borges (no su genio indiscutible) tuvo lugar porque Norah decidió ocultarse. El Borges de Bioy alienta la sospecha (pág. 334): «Por lo menos, Norah no va a escribir nada: piensa que Guillermo y yo somos los escritores de la familia y que por lealtad ella no debe escribir». Genuino sería ponderar el péndulo de una decisión porteña a contraluz de aquel otros péndulo francés cuyos extremos fueron los hermanos Claudel.

Vale volver al punto de partida. Cuesta imaginar la oportunidad de publicar este Borges. Su misma textura, repetidamente zurcida a espaldas de Borges por el Bioy-Penélope, resulta ser apenas la epidermis asmática de un alentar más o menos natural. Bioy concibió un ingenio para «defender la verdad», a pesar de su pudibundez casi cínica. ¿El mentiroso desvía la vista hacia el sinsentido cuando se engañó al «biografiado» mismo? Penélope tenía razones atendibles para tejer y destejer. ¿Qué razones llevaron a Bioy a tejer destejiendo? En el Borges, es relevante, en cambio, la presencia en sordina de los actores de entonces; pero leer así llevaría a resucitar un tablado al modo de la Invención de Morel. ¿Todo esto, en consecuencia, invalidaría una lectura atenta? Presumiblemente, no. Y es hacia donde se dirige la continuación de estos garabatos.

Por lo dicho hasta aquí, urge preguntarse qué mérito puede la deparar lectura de más de mil páginas repletas de chismes, opiniones, frases ingeniosas y perspectivas luminosas, más o menos sesgadas. Mejor aún, el lector advertido podría preguntarse lo siguiente: ¿de sobrevivir a los siglos, qué imagen del señor Borges podría diseñar en la imaginación, empáticamente, por ejemplo, un lector del Borges dentro de diez siglos? Ese mismo advertido lector, siendo sin saberlo, parte de la lectura, ¿no podría imaginarse al señor Borges que surge del mamotreto legado por Bioy Casares como muestra de la descomposición de una civilización que, para decirlo en tenor budista, encontró su ocaso (según corresponde a todo lo que ha tenido comienzo), en un inteligencia de la literatura que aún dependía del oído a pesar de su nombre oficial? Por supuesto, destino imaginativo similar puede correr la reconstrucción indirecta del señor Bioy. Siguiendo el derrotero de las interrogaciones, ¿qué pensará ese lector de dos escritores, uno espía y otro espiado, que consideraron, casi con exclusividad, la confección de los mapas por leer, desatendiendo, casi, los usos de la mente lectora? Dos escritores merecidamente famosos, aunque encallados en un modo único de leer. Dos escritores merecidamente famosos, cuya arte de redactar acaso no estuvo a la altura de modos de leer más sutiles, más exigentes. No, claro está, porque los desconocieran (menos aún el particularmente memorioso) sino porque el apego a la grafomanía omnipresente parece haberles impedido sumergirse en el libro que no es posible leer hasta que el lector se haya transformado en la lectura, como, por ejemplo, Hugo de San Víctor o los cultures de El Corán. Dos escritores que, más allá de sus indiscutibles capacidades lectivas, encallaron en la página impresa (página óptica, mejor dicho) y en la creencia de que el libro, tan llevado y traído desde las antigüedades, apenas puede manifestarse como libro-dispositivo.


Si estos últimos comentarios asombran al lector actual, acaso los renglones venideros contribuyan a mostrar algunos recodos de un derrotero que ni el redactor ni el lector, por la fuerza de las cosas, nunca van a poder verificar. Leer el Borges de Bioy como quizás lo entienda alguna suerte de posteridad sensiblemente inteligente es la única razón atendible para recorrer algo que, de otro modo, no sería más que el chismerío que el Bioy hipócrita suponía practicada solamente por los faltos de su acumen.

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