LA POLISEMIA DE "FILOSOFÍA" [RRL, fragmento]
- RICARDO R. LAUDATO
- hace 16 horas
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DIFICULTADES INICIALES
¿En la segunda década del siglo XXI, cómo explicarle a alguien lego en la materia, por qué no hay acuerdo acerca de la definición de FILOSOFÍA y, a la vez, cómo dar cuenta de la polisemia plurisecular del vocablo? Por ejemplo, Antonio Caso, en su La existencia como economía, como desinterés y como caridad (1916), al inicio de la obra, ofreció una suerte de definición, apoyándose en la noción de punto de vista. Reza así: La existencia puede considerarse desde diversos puntos de vista. El ensayo de síntesis de estos diversos puntos de vista es lo que constituye la Filosofía. A pesar del ánimo abarcador, por algún motivo todavía borroso, la definición no convence ni aporta claridad (y el mismo autor ofrece otra más adelante, en su libro). ¿Lo haría, en cambio, la observación de Alejandro Korn incluida en sus Lecciones de historia de la filosofía (1918)? En la primera lección, Korn afirmó que la racionalidad (exclusivo descubrimiento helénico) sería: el empleo de la razón en la evolución de los problemas filosóficos. Por ende, la filosofía vendría a ser el cultivo de esa racionalidad. Aparte del uso emotivo del término «evolución», la caracterización no deja de ser circular.
Regresando, pues, al espesor de las primeras dificultades enunciadas, es posible hacerse una idea de la magnitud del desafío, al tomar conciencia de un primer obstáculo cuyo apodo podría ser estrangulamiento actual de la sensibilidad euroamericana. Para reconocerlo, se propone una anécdota insulsa que contribuya a presentar los obstáculos que enfrenta el lego en la materia si se hace la pregunta de por qué no hay una definición unánime acerca de la filosofía. Sin conocer definiciones escolares de «filosofía», esa persona entra en una librería, para matar el tiempo. Como no es lectora ni profesional ni por diversión, camina por entre los estantes y, con la mirada, espera encontrar algo que le avive el tedio. Sin esfuerzo mediante, comprende que los libros están clasificados por secciones y que le ha tocado en suerte comenzar por la etiquetada como «Filosofía». Pasa la vista por el canto de los libros expuestos y no logra adivinar el contenido de ninguno, dado que o bien los títulos suenan simples (como el Sobre la amistad, de Cicerón) o bien, crípticos (como el Mundo como voluntad y representación, de Schopenhauer).
Dado que el tedio no cede, decide olvidar la sección filosófica, y sin querer queriendo, pasa a la sección que acoge a libros sobre ciencias formales, naturales o aun de divulgación cientificista (la distinción en los estantes de la librería importa poco). Sacude en algo su aburrimiento el advertir que, en algunos cantos o portadas expuestos, aparezca una vez más la palabra «filosofía». No habiendo estudiado ninguna ciencia en particular ni siendo ingeniero, más allá de los títulos de manuales o libros de texto introductorios, tampoco puede adivinar el contenido de las publicaciones que, muchas veces, resultan desencaminadores (por ejemplo, el ya venerable El tao de la física, de Fritjof Capra). Menos vislumbra por qué aparece allí la famosa palabrita «filosofía». Si por azares del destino decidiera abrir un libro cuyo título es ¿Qué es la ciencia?, de Wilhem Szilasi (es decir, la traducción española, llevada a cabo por Eugenio Ímaz y Wenceslao Roces, de una conferencia que se tituló Wissenchaft als Philosophie —La ciencia como filosofía—), quedaría sin palabras al tratar de abrirse camino por entre el enfoque fenomenólogico del escrito.
Apenas impulsado por la abulia (por contradictorio que suene), pasa a la sección esotérica o a la de autoayuda para terminar descubriendo que el vocablo «filosofía» se hace presente también en ambas. La incomodidad hace acto de presencia. Durante su vida adulta, ha escuchado repetir la palabrita «filosofía» en ocasiones inconexas: la más de las veces enunciada en tono desdeñoso; las otras, acompañada con armónicos de arrogancia que revuelve las tripas. Naturalmente, gracias a esta vivencia inesperada, ocasionada por el paseo en la librería, barrunta lo filosófico parece relacionarse con algo atinente a las ciencias naturales o al pensamiento, sin que resulte patente cuál pueda ser la relevancia de todo esto para la vida, pues él vive, mondo y lirondo, sin jamás recurrir a ella (ni cuando supone estar pensando). Como lo esotérico tampoco despierta sus fantasías, desestima la posible relación de lo misticoide con lo algebraico o las volutas mentales del que se proclama pensador. Entretenido en estas fantasmagorías sentimentales, casi tropieza al acercarse a la sección de administración de empresas (o etiqueta similar) y descubrir que la palabra «filosofía» refulge horonda desde los estantes.
Esta anécdota insulsa podría continuar si el personaje «tediento» continuara recorriendo otras secciones, como la de historia o la de ciencias políticas y aún hasta la literaria. Resulta claro que, al encontrar la palabra «filosofía» virtualmente en todas las secciones, le surgirá inevitablemente la curiosidad por saber en qué consiste la filosofía para mostrarse casi omnipresente en colección tan arbitraria de libros. Recordemos, por lo demás, que nuestro personaje no lee ni por obligación ni por profesión ni por placer: pasarse horas exhibiéndose en una librería no le aporta ni prestigio social ni entretenimiento, pues. Menos aún padece del popular fetichismo por el libro: un tipo de manía inexplicable en la época «poslibresca» (en el sentido expresado por George Steiner e Ivan Illich). En efecto, desde el respecto gnoseológico, el artefacto llamado «libro» ha pasado a segundo o tercer plano, pues el saber mismo viene devaluándose en mercancía. Así las cosas, la respuesta a por qué la voz «filosofía» parece omnipresente no es sencilla; y en caso de poder responderla, la respuesta terminaría siendo contradictoria. A lo largo del siglo XX, se han realizado estudios sobre los vocabularios de las lenguas euroamericanas que permitirían hoy enarbolar dos o tres explicaciones insospechadas. Sin embargo, no puede ocultarse que también se puede recurrir a una observación del «Zeitgeist» y verificar la presencia del encogimiento de la sensibilidad general de las sociedades, por la fuerza, escolarizadas.
En efecto, desde la publicación por ejemplo del Breviario de Estética (1943), de Benedetto Croce, a El mundo de Sofía (1991), de Jostein Gaarder, se comprueba el encogimiento tanto de la sensibilidad como del acumen de los lectores euroamericanos. De hecho, el breviario croceano fue redactado por un autodidacta (nunca estudió filosofía universitaria ni fue profesor de la materia), que se tornó de lectura obligatoria en el nivel medio del sistema educativo nacional italiano y que continúa más o menos vigente, particularmente, en temas relativos a la estética. El segundo parece ser una versión pueril para lectores aburridos que esperan matar el tiempo leyendo filosofía (además de repetir al pie de la letra todos los lugares comunes de la manualística del siglo XIX). Patentemente, algo crucial se perdió en el trayecto referido, y ese algo poco tiene que ver con los libros de filosofía (o ciencias) y la respectiva comprensión del tema.
No obstante, este estrangulamiento de la sensibilidad actual no deja de tener sus bemoles. En efecto, debería recordarse, con algún ánimo filológico, que la música es, literalmente hablando, la actividad propia de las Musas. En cierta acepción de los vocablos griegos, la «música» de la Antigüedad, debería traducirse hoy por «cultura» (como lo hicieron, entre otros, Ananda K. Coomaraswamy y Gilberto Gil). ¿Impactaría pues que nunca haya habido una musa de la filosofía entre griegos antiguos? Por lo demás, la Consolación por la filosofía, muy posterior (c. 524), de Severino Boecio, parece oficiar de confirmación del divorcio entre las Musas y la Sabiduría. Sin embargo, en tiempos poscontraculturales, muchas composiciones de música popular constituyen ejemplos interesantes de contenidos filosóficos. A modo de ejemplo, las composiciones de Caetano Veloso o Gilberto Gil incluyen la exposición armónica de más filosofemas que los trece episodios de la serie Cosmos de Carl Sagan. Propónganse varios botones de muestra.
Elíjase en primer término una estrofa de la Oración al tiempo, de C. Veloso: Y cuando haya salido/ Fuera de tu círculo/ Tiempo, tiempo, tiempo, tiempo/ Ni seré ni habrás sido/ Tiempo, tiempo, tiempo, tiempo. Lo mismo puede hacerse de Tiempo rey, de Gilberto Gil: Pensamiento/ El mismo fundamento singular del ser humano/ De un momento a otro/ Podrá no volver a criar ni a griegos ni a bahianos. Volviendo a Caetano Veloso, convendría recordar la ironía del rap Língua al establecer: Increíble/ Es mejor hacer una canción/ Está probado que solo es posible filosofar en alemán/ Si tienes una idea increíble/ Es mejor hacer una canción/ Está probado que solo es posible filosofar en alemán. Por último, Todos los instrumentos, una canción compuesta por Joyce Moreno que, además de presentar un cuadro atinado de un posible origen sinestésico de las bellas artes, llega a una perspicacia inesperada (al menos, para la circunstancia): Si cada uno de nosotros es absoluto/ un instante más, total, de la creación/ Si Dios es una centella en el horizonte/ Un puente entre el sí y el no/ Omnipotente soledad. La lista puede volverse interminable.
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