LA PRECISIÓN IDIOMÁTICA [RRL]
- RICARDO R. LAUDATO
- 25 sept
- 3 Min. de lectura

La instrucción obligatoria (que existe apenas hace algo más de un siglo, según la localidad del planeta de que se trate) ha convencido a las poblaciones que la padecen de que hay un mundo “de cifras” y otro “de letras”; es decir, un orbe de tablas de multiplicar y otro de abecedarios. La falsedad del asunto queda desenmascarada, sin salirse del orbe grecorromano. Si se aprenden no solo los números del latín sino que uno se aboca a la solución de operaciones aritméticas (sin llegar al cálculo) con ellos, las letras romanas hacen palpar lo Real numérico, sin dificultad. Las cifras sobran.
La primera consecuencia, a su vez, de semejante creencia es el nacimiento de otras dos. La primera es que habría un orbe de las ciencias naturales (capitaneado por el álgebra) y otro de las humanidades (capitaneado por las letras). El divorcio es artificial como, por ejemplo, lo muestra la obra de Issac Newton. La segunda consecuencia es la ocurrencia general de que, únicamente, se puede ser precisos utilizando el álgebra. Una tontería difundida por los lógicos que sacudieron la escena gnoseólogica entre fines del siglo XIX y principios del XX. Baruch Spinoza, por supuesto, se revuelve en su tumba con su “more geométrico” y Blas Pascal, con su «espíritu geométrico» y su «de refinamiento».
En el ajetreo profesional contemporáneo, el asunto causa gracia o terror, según desde donde se lo observe. Como el calado de los estudios nunca es para aguas profundas, la utilización de una habla casi casera, además de plagada de extranjerismos innecesarios, pasa por “innovación” y “creatividad” (dos terminajos ya erosionados por el tedio). "La mona, vestida de seda", (decían las abuelas de una época, con olímpico desprecio femenino). Cuando, por el contrario, se trata de redactar alguna seudoexplicación, se recurre al infantilismo para esconder la gangrena. Una mente genuina puede preguntarse si en los últimos ochenta años hubo alguna mutación cerebral (al menos en las Euroaméricas) que haya desposeído a las personas de algún interés en el saber genuino. Otra mente advertida, en vez, tendrá a bien recordar el cervantino «Retablo de las maravillas». Y el mundo seguirá andando.
Queda la posibilidad extraordinaria de que alguna alma cándida aún pueda interesarse en la «precisión idiomática» (la que no es más que otra función del habla articulada). Habrá que aclarar que esa precisión nada tiene que ver con la ocurrencia semialfabetizada de que “cada palabra tiene su significación justa”. La noción de biunivocidad no puede caber ni en el habla significativa ni en la redacción del que sabe que la lectoescritura es un oficio (como la carpintería o la composición de partituras musicales). Si va a tratarse de precisión, la clave está en los paisajes imaginativos que convierten una interjección en una oración compleja, o bien, la que descubre párrafos por detrás de las palabras alcanzadas por la ortotipografía normativa. Como cualquier asunto ponderable con seriedad, la precisión idiomática exige formatear las propias expectativas sobre el hablar: sin olvidar que, para el hablante, el discurso incluye simultáneamente todas las formas de hablar que domine, pues solo se habla (para otros o para uno mismo) cuando la compenetración falla.
Para cerrar por ahora. Si existe el tiro al blanco, existe la precisión idiomática. El dar en el blanco, más allá de las posturas correctas o la tensión muscular, el desgaste o el desuso de los materiales o las distancias, depende fundamentalmente de la atención, de la concentración mental. Nada distinto requiere la precisión idiomática. Y su peor enemigo es el cantinfleo burdo, maquillado de “expertise”. Después de todo, lea cualquier escrito y trate de no quedar deslumbrado por la impudicia idiomática que trasuda una mente que se tambalea ante el reto de decir algo preciso. En sus frutos, la ignorancia rancia y cultivada es análoga al alcoholismo o la ingesta tediosa de sustancias psicoactivas; empero, el que no ha superado el nivel primario forzoso de lectoescritura se cree imbatible en el país de los ciegos. En fin, hace dinero con ello; y está muy bien que lo haga, pues hacerlo exhibe astucia, no talento.
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