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EL GEÓLOGO QUE ASPIRÓ A SER CIVILIZADO: ANANDA K. COOMARSWAMY [RRL]

  • RICARDO R. LAUDATO
  • hace 5 minutos
  • 4 Min. de lectura

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¿Cómo presentarle a un grupo de jóvenes geólogos la silueta de un hombre, que creció y floreció en los siglos XIX y XX, que recibió una instrucción similar a la de ellos y terminó decidiendo, a sus setenta años, que la renuncia al mundo era la respuesta correcta ante la muerte (la única «cosa» concebible que no está sometida al cambio)? Claro que las etapas de ese recorrido son realmente atractivas: 1) ser geólogo, minerólogo y botánico; 2) ser activista político, defensor de las artes y oficios precapitalistas y exiliado político; 3) curador de un museo famoso, conocedor puntilloso sobre arte y estéticas antiguas y medievales, estudioso de metafísica (no de “metafísica racional”) y traductor-comentarista de textos sagrados. Labores todas cimentadas en un dominio puntilloso de más de cuarenta lenguas eruditas. Conviene dejar claro que el asunto de las lenguas no consiste en la cantidad bruta, pues sería bueno indicar qué diferencia efectivamente un idioma de otro y cómo cada uno se tornó lengua. Dado que los idiomas, de raíz, son herencia significativa, lo relevante es como la mente del que dice hablarlas deja pasar la claridad del tema por entremedio de los sesgos idiomáticos. Recordando las varias acepciones posibles de la voz «etimología» a lo largo de las épocas, Coomaraswamy está muy lejos de ser uno de esos que, para fanfarronear con baratijas, comienza su charla diciendo, por ejemplo, que «filosofía», en griego clásico, quiso decir “amor a la sabiduría”, creyendo entonces presentar una prueba morfológica por dividir los semas del término actual. 


El uso que Coomaraswamy hace de sus destrezas lingüísticas va más allá de lo esperado, aún por filólogos competentes, pues, por sobre lo gramatical, la labor del estudioso cingalés nunca cejó de insistir en la preminencia de lo contemplativo. Un buen ejemplo, puede encontrarse en la primera nota al pie de página, de la «Introducción», de El tiempo y la eternidad, su último escrito publicado póstumamente. En un mismo sentido, esas destrezas cimientan la elaboración de argumentaciones y dan firmeza a la explotación de comparaciones entre obras inospechadas, sin perder nunca de vista que el saber que sus escritos buscan patentizar es el saber contemplativo. Por esta misma razón, impresiona leer su ensayo The Bugbear of Literacy [el tormento de la alfabetización] en donde se pone en tela de juicio la prejuiciosa relación entre la lectoescritura alfabética y la sabiduría. Dicho de modo escueto, Coomaraswamy supo librarse de la grafomanía obligatoria, impuesta furtivamente por la época libresca en la que había crecido.


Cabe preguntarse: no obstante lo atractivo de la trayectoria ¿no va a ser, todo esto, una cena indigesta para mentes que solo han visto la inteligencia (si han tenido la fortuna de verla) frente a un pizarrón o apenas impresas? Puede transitarse una ruta alternativa: comparar a un desconocido de los siglos XVI y XVII con el hombre recién aludido. Después de todo, el Galileo Galilei histórico es tan desconocido como Ananda K. Coomaraswamy. En el caso del italiano, las mentes escolarizadas apenas si van desde la figura pop hasta el contestatario heterodoxo, inventado por el siglo XIX. A Ananda K. Coomaraswamy, hasta hoy, ha sido mejor ningunearlo. Con todo, más allá del ninguneo, Coomaraswamy fue una mente más rica, mordaz y, literalmente, ecuménica que la de Galilei. Leer a Galilei es como leer el mapa de un territorio archiconocido. Indudablemente es interesante e instructivo; pero se le ven las hilachas en cada página. Leer a Coomaraswamy (al menos al principio) es pasar por el ahogo que describen los textos tibetanos en el momento de morir: la inmersión en una ciénaga en la que el yo no hace pie, irremediablemente, y la idea de nuestro cuerpo se desmembra porque era ilusoria, dependiente. Una vez más: ¿no va a ser asfixiante esta comparación para mentes que apenas han escuchado los estertores de la inteligencia (y tal vez ni advirtieron que eran estertores)?


Tal vez se juzgue exagerado el juicio sobre Galilei. No importa. Exasperémoslo, desde un ángulo inaudito. Galilei quiso que los universitarios pensaran de otro modo aquello que entonces se denominaba “filosofía natural”. Para lograrlo, echó mano, principalmente, de tres vías gnoseológicas de su tiempo: 1) el aprender de libros, 2) el aprender como los artesanos, y 3) el aprender geométrico. Coomaraswamy coincidió y divergió con y de Galilei: aprendió los usos geométrico-matemáticos, aprendió los usos religiosos que fundamentaban la labor de los artesanos asiáticos y aprendió que los libros apenas cobran sentido cuando se sabe qué es lo que hay que buscar en ellos. Fue el trabajo de una vida; el trabajo de una mente que descubrió los fundamentos imbatibles de la renuncia. ¿Las divergencias entre Galileo y Coomaraswamy podrían hacerse patentes al comparar la idea de la Naturaleza de uno y otro? No lo creo. Coomaraswamy aprendió a no tener ideas propias; detestaba esa manera infantil de ver las cosas. Galilei, en cambio, sucumbió por dos razones: en primer lugar, la idea de la lectura matemática del mundo, la había plagiado; luego se fascinó con la idea de máquina y trató de traspasarla a un orbe imaginativo que nunca puede ser maquinal. Sucumbió, ayudándonos a sucumbir imaginativamente.


Habría otra salida del atolladero y se relaciona con la caduca idea de cultivarse. ¿Galilei fue una mente cultivada?¿Coomaraswamy lo fue? ¿Galilei, comparado con Coomaraswamy, nos resulta una mente cultivada? ¿Y al revés? No se acostumbra formular estas preguntas, pues todos se sueñan cultos, pues confunden cultivo de la mente con las manifestaciones de la poca perspicacia que cada uno tenga. No fue así en tiempos de Galilei ni en los de Coomaraswamy... Sin embargo, puede afirmárselo con un ligero margen de error que Coomaraswamy aspiró a ser civilizado; Galileo, en vez, apenas parece haber aspirado a ser metaméticamente perspicaz. Por ende, hablarle a un grupo de geólogos jóvenes puede significar perderse y hacerlos perder en un laberinto, que fue el símbolo preciso de la racionalidad. La sensación de estar sin salida oteable se anuda en el ánimo hasta ahorcar las pocas esperanzas de entendimiento. En todo caso, la charla debe evitar convertirse en un lodazal; ese es el desafío. 

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