LA UTOPÍA ALFANUMÉRICA. INTRODUCCIÓN A LA ORTOTIPOGRAFÍA. (RRL)
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A pesar de la imparable grafomanía de los últimos dos siglos y medio, parece que pocos se hacen una pregunta que, de otra manera, se juzgaría forzosa: ¿cómo es que puede utilizarse el mismo abecedario (con pequeñas diferencias inevitables), de una u otra manera, para representar tantos idiomas históricos distintos? Sin comprensión profunda ni astucia, la existencia y la utilidad del abecedario y sus aplicaciones se dan por descontadas. Con todo, debe de haber algún porqué. O bien, puesto de manera más utilitaria: ¿qué tipo de ingenio es el abecedario que encuentra tantos usos aparentemente desconectados: las ortografías fonológicas y fonéticas, las álgebras, las notaciones musicales o el diseño informático? Nótese bien que ese invento de hace acaso más de tres milenios encuentra hoy su lugar más habitual en el bolsillo de un pantalón o del abrigo de millones de seres humanos, en forma de teclado.
¿No sería decente inquirir acerca del porqué parece haberse vuelto indispensable cargar con alguna versión del abecedario para recorrer los kilómetros que hagan a los quehaceres diarios, como antes se iba acompañado de un animal de carga, de un morral o de un sombrero? Las respuestas son muchas y algunas, hasta alarmantes. En lo que cabe a la inteligencia de estos apuntes, conviene notar, sin estridencias, que esa omnipresencia, aparentemente ajena al arbitrio individual, va acompañada, en los amplísimos límites de la Hispanidad, de una condición discursiva poco halagüeña: el semialfabetismo, algo que, idealmente considerado, se reputaría imposible, si no contradictorio en sus propios términos. Empero, no hay lugar para el asombro; después de todo, en una civilización autodenominada tecnológica, la repulsión franca y las crisis nerviosas frente al álgebra están en una misma línea de tiro. ¿Qué mueve a tantos seres humanos a leer y escribir maníacamente? ¿Qué ha llevado a imponer colectivamente que es imposible inteligir lo externo y lo interno, sin el auxilio de la lectoescritura? ¿Qué convenció a continentes enteros de que el conocimiento estaría encriptado en un aparato lúdico, cuya ignición pende de unos garabatos, sin pasión ni contento?
La escolaridad obligatoria estableció el supuesto de que la voz «ortografía» significa, con exclusividad, «ortografía idiomática». El prejuicio acaso podría volverse certeza si no existieran los lenguajes artificiales (cuyo nombre, más general aún, es notaciones o álgebras). Gracias a la existencia de estos y a que son alfabeto maleado (si el abecedario sirviera fundamentalmente para la graficación idiomática), el concepto de ortografía recobra un cierto sabor primigenio: manera recta de utilizar símbolos alfanuméricos para graficar las relaciones de lo racional abstracto. Y por lo mismo, acaso no estaría de más aclarar que ese sabor primigenio de la voz «ortografía» valdría apenas para los lenguajes artificiales, pues la graficación de los idiomas históricos (no «naturales», como repiten los fanáticos pasivos del biologicismo decimonónico) es asunto más complejo aún. En efecto, cualquier notación (por más abstracta que se quiera) está, en múltiples sentidos, muy por debajo de la labor imaginativa requerida a fin de adaptar, para el plano, las unidades discretas del abecedario a la multiforme jerarquía (infracosnciente y aperceptiva a la vez) del idioma histórico que sea. Obviamente, esta afirmación es una aporía para una mente grafómana; no lo es, en cambio, para una de inclinación musical. En definitiva, si el grafómano no entiende, es porque se creyó eso de que los idiomas históricos son manifestación del pensar, en vez de ser, ante todo, estructuras colectivamente afectivas.
Además de esto, la escolaridad forzada en lengua española («español panhispánico», desde aproximadamente tres décadas) supone otros dos matices semánticos íntimamente ligados al concepto de ortografía: (1) el de normatividad y (2) el encogimiento de la ortotipografía a apenas la ortografía académica, básica o escolar. Por lo que respecta a (1), la significación de «normativo», en principio, parecería desentonar con la del prefijo «orto-», volviendo redundante todo el asunto, al menos desde el respecto referencial. Menos pretencioso sería grafía normativa. Pues bien, sin entrar en disquisiciones más o menos técnicas y acaso inoportunas, digamos que no hay redundancia posible entre ambas denominaciones, ya que «ortografía» apuntaría, en el uso, al hecho del escribir o el redactar correctos para las exigencias «internas» del mismo sistema de escritura, específicamente hablando. En cambio, «normativo», por su parte, apuntaría a mantener un nivel ideal de lectoescritura, más allá de las circunstancias concretas del acto de leer en particular.
Con referencia a (2) y para decirlo de manera condensada, es inimaginable el daño cognitivo que ha ocasionado, a lo largo de décadas, la imposición escolar de una versión escuálida de la, por el contrario, gigantesca empresa que significa establecer una lengua de cultura, del modo más nítido posible tanto para sus hablantes como para otros hablantes que se le acerquen desde técnicas idiomáticas distintas. ¿Y los siglos de atención a la tipografía? ¿Y el desarrollo del diseño tipográfico? No importa cuánto se quiera disimularlo, el daño es patente en cualquier grado de la enseñanza formal; y se lo percibe además en cualquier andarivel profesional, ya que su mayor logro ha sido que los hablantes de una lengua erudita sean incapaces de reconocerla como tal. ¿Hay mayor ignorancia imaginable que el espectáculo ofrecido por instituciones, autodenominadas de nivel terciario, que obligan a sus estudiantes a OBEDECER A RAJATABLAS las instrucciones de manua-les de estilo de una lengua de cultura ajena a la lengua efectiva de la escolarización?
Así mismo se decanta, por su propio peso, otra consecuencia desagradable relacionada con la noción lacunar de ortografía, en el orbe panhispánico: la mezquina noción de error ortográfico, de la que, por otra parte, se ha abusado hasta la perversión. Entre otras posibles consideraciones, vale la pena destacar, quizás como novedad, que el dicho error, en la ortografía normativa panhispánica, encuentra su mayor fuente de justificación en el desconocimiento masivo de aquello que puede y debe esperarse efectivamente de una notación idiomática, históricamente pautada; y no del supuesto desconocimiento de sus reglas, como se repite hasta la saciedad.
La explicación de este estado de cosas es relativamente simple: la ortografía idiomática es, por un lado, un conjunto de técnicas de graficación en el plano, es una rama del dibujo técnico; y por el otro, es un apoyo visual para incitar el acervo imaginativo del hablante (si es que es lector técnico, además de hablante). Por lo tanto, el dominio de las «reglas» es apenas un aspecto del dominio global de cualquier notación (evidente en la lectoescritura), ya que el desglose de la técnica «en reglas», «procedimientos», «transformaciones» etc. resulta siempre posterior al dominio efectivo de la notación. El que el asunto se presente invertidamente en la enseñanza de las notaciones tiene que ver con los procedimientos de la mente humana para enterarse de algo previamente desconocido, no con la naturaleza del objeto sutil por aprender.
Con la graficación de idiomas, sucede lo mismo y algo más aún: el hablante (usuario, apenas por analogía tímida) podrá reconocer un parámetro, una transformación o una regla ortográfica, solamente cuando pueda considerarla «desde adentro», ya que el aprendizaje de todo idioma es infraconsciente. Por lo tanto, la «regla» es, en el mejor de los casos, un reflejo del discurso vuelto consciente (de sí mismo o de su forma o de su función), «apercibido». En efecto, es de conocimiento común que la regla no pudo haber surgido (haber sido reconocida) antes de saber hablar idiomáticamente. El hecho de que, en ciertas circunstancias, parezca que sucede lo contrario se debe, por un lado, a la grafomanía ambiente; es decir, a lo que Marcel Jousse deno-minó algebrosis (incapacidad cognitiva para recortar cualquier objeto noético, sin la intervención de las grafías alfabéticas); por el otro, el prejuicio pedante de que los idiomas son instrumentos para la comunicación.
En resumen, tanto los puristas como los academicistas, tanto los rebeldes en olor de pedantería como los poco advertidos reducen toda su pericia idiomática al canibalismo ortográfico, causado por ese fantasma cuya razón social resulta ser error ortográfico. Y la arena del circo máximo queda lista para la lidia del que se desespera frente a la implacable condena social: ortografía académica, normativa, error ortográfico e inconciencia disfrazada de pericia personal.
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