LA APERCEPCIÓN IDIOMÁTICA [RRL, fragmento]
- RICARDO R. LAUDATO
- 16 sept 2023
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 12 may 2024

Vale comenzar este apartado trayendo a colación la siguiente observación de Roman Jakobson: El saber hablar un determinado idioma implica también la capacidad de saber hablar acerca del mismo. [trad. RRL] La aseveración del lingüista ruso contribuye a delinear la noción de perspicacia idiomática. En rigor, el influjo biologicista de los estudios sobre idiomas, lenguas y lenguajes ha llevado a imaginar que se habla idiomáticamente como se tose o se estornuda o, para agregar una pizca de humor, como sale la pasta dentífrica del tubo correspondiente (un aggie joke de la Texas A&M University). Es decir, que se postula que la verbalización acaece por la fuerza del hábito o por razones que huelga estudiar. Se la acepta como hecho y se acepta, así mismo, la despreocupación.
La experiencia más mundana acerca del habla idiomática indica, por el contrario, que hay tipos de hablantes: aburridos y perspicaces, siendo quizás el caso más alto de perspicacia idiomática el de los comediógrafos y los humoristas. Se ha dicho no pocas veces que es señal de dominio idiomático el entender el humor del idioma que se trate (más allá de lo que hace reír), y fue Raimon Panikkar (que se movía a gusto en, por lo menos, unos diez, entre idiomas y lenguas de cultura) el que redactó una justificación filosófica ingeniosa y abundante sobre el particular. Por sobre las referencias bibliográficas, abona una intuición similar un hecho al alcance de cualquier interesado: aun para un solo hablante, el idioma, comunitariamente considerado, puede cristalizarse en lengua, gracias a la perspicacia idiomática (a la que va a denominarse apercepción idiomática, de aquí en adelante). Vale decir que un mismo hablante puede transformar el o los idiomas que domine en lenguas, gracias a esa clase de apercepción (la que subsume en buena parte las erróneamente llamadas, por Jakobson mismo, funciones del lenguaje).
Retomando entonces la aseveración jakobsoniana, vale indicar que se habla idiomáticamente no solo de lo extra o lo intramental, sino que el idioma mismo puede volverse materia discursiva (prueba indiscutible de que se lo domina), contenido del hablar. La primera consecuencia obvia de esta inflexión de la atención sobre el hablar mismo (apercepción idiomática) es que el hablante deja de ser hablado por el idioma, alcanzando un segundo grado de inteligibilidad, que vendría a constituirse en lengua. Debe entenderse, por lo demás, que la lengua vendría a colocarse como segundo andarivel constitutivo de la matriz que da lugar a significaciones idiomáticas de mayor perspicacia. Dicho de otra manera, el idioma, inflexionando sobre sí mismo, deja de serlo y se convierte en lengua, al revelársele al hablante que se puede decir algo, sabiendo simultáneamente que se lo está diciendo (y no solo sabiendo de qué se está hablando). Teniendo estas consideraciones en cuenta, puede notarse fácilmente que nociones como la de partes del discurso, la de fonema, la de palabra lexicográfica o la de gramática misma emanan de ese segundo grado de inteligibilidad, intermedio entre el intuir y el pensar, al que podría bien incluírselo en la noción de imaginación.
Ahora bien, aunque el lector va a poder encontrar un desarrollo ulterior sobre este particular en el Apéndice II que acompaña a las cápsulas, quizás algún lector no desdeñe particularmente que se realice, como cierre de este apartado, al menos una observación basilar sobre las nociones de metalenguaje y paralenguaje.
En español panhispánico, debido al calco sonámbulo de tantas obras (superficialmente traducidas del inglés y acaso del francés), la palabra lenguaje acaba multiplicando los obstáculos epistemológicos, como fácilmente puede comprobarlo cualquier lector dedicado a masticar y triturar sus lecturas sobre lo discursivo y temas afines. De hecho, el uso razonable del término lenguaje, frente a la palabra pensamiento, acaba no siéndolo, pues la división no es automáticamente aplicable al espectro inmenso de aspectos, variables y coordenadas correspondientes al hablar humano, ya de manera general, ya de manera articulada. Si a esto se les suman las imprecisiones de las publica-ciones de psicología y de semiótica, las de las lógicas y de la informática, las de las teorías de la literatura y de las poéticas, la palabra aludida termina explicándolo todo, gracias a una polisemia que se empantana en equívocos infantiles o en falacias de pregunta y respuesta cargadas de antemano. Lamentablemente, los resultados de la lectura de la bibliografía (se lo admita públicamente o no) derivan mucho más hacia el galimatías y las emociones cientificistas que hacia algún tipo de silogismo o de algoritmo. Por lo demás, no se requiere de ningún tipo particular de coraje para señalar que una situación de este tipo, las más de las veces, solo encuentra su fuente manante en los lugares comunes de capillas o en la necesidad de parecer a la moda o de predicar como maestro siruela.
Importa señalar varios de estos aspectos, pues puede decirse que la cristalización de los abusos aludidos parece culminar (¿o acaso empezar?) en las nociones de metalenguaje (ideada por B. Russell), de paralenguaje, y hasta la propuesta de submetalenguaje (ideada por Julio Balderrama), que terminan haciendo pedazos, literalmente hablando, la acepción básica del vocablo lenguaje. En efecto, con toda probabilidad, no sea revelación alguna indicar que la fuerza de un concepto teorético no puede residir, por sobre la significación de la raíz, en los infijos cultistas respectivos que, por extraña coincidencia, a su vez, configuran la morfología respectiva. De hecho, ¿qué carga explicativa oculta reside en los prefijos «meta» o «para» que basta para satisfacer una postulada profundidad lógico-explicativa? ¿O será que la carga explicativa aludida es simplemente una convicción afectiva disfrazada, o bien, una ocurrencia deseable en un mundo feliz? En todo caso valía destacar el ejemplo ya que algo similar parece suceder con las voces metalenguaje y paralenguaje, como podrá profundizar el lector interesado en el apéndice ya aludido.[1]
Pues bien, más allá de lo que parece anecdótico, el problema obvio acerca de la posible relación entre algo llamado lenguaje y otro algo llamado metalenguaje, conmueve los cimientos mismos de lo que se vaya a entender por significado (y, mutatis mutandis, también por significación idiomática) y su conexión virtual con las nociones de perspicacia y apercepción idiomáticas. El teorético nudo gordiano, en efecto, surge, por ejemplo, de los mismos escritos de Roman Jakobson, tanto sobre el particular como sobre la noción de funciones del lenguaje. Como la argumentación algo más enjundiosa se deja para el Apéndice, sopésese qué cambia si el título del ensayo jakobsoniano, El metalenguaje como problema lingüístico, en cambio, se hubiera enunciado de la siguiente manera: la apercepción idiomática en tanto arquitectura inflexiva del significar comunitario.
Un ejercicio similar podría realizarse, asimismo, con la definición de metalenguaje ofrecida por Julio Balderrama en un enjundioso apunte sobre semántica y campos afines, lamentablemente inédito. Allí, el lector podría encontrar la siguiente definición: El lenguaje natural es el metalenguaje de todos los metalenguajes posibles, que es, por decir lo menos, testimonio de la importancia capital del asunto aquí ventilado. Ahora bien, se insta al lector, una vez más, a considerar con cautela las diferencias de sesgo teorético que la misma definición acarrearía si se la hubiera enunciado como sigue: el idioma histórico es la fuente última de apercepción idiomática.
[1] Marginalmente, podría sugerirse una coincidencia. De hecho, algún lector imaginativo podrá verse inclinado a recordar un caso perfectamente asimilable: el del nombre metafísica, aplicado a un conjunto de libros aristotélicos, que ni el mismo estagirita había podido imaginar léxicamente, aun habiendo sido hablante nativo de un dialecto griego, habiéndose luego acostumbrado a otro dialecto y siendo él mismo neologista avezado. En sentido análogo, resulta un gran síntoma de la adicción grafomaníaca el que la ocurrencia biblioteconómica de un escolarca alejandrino haya logrado imantar reflexivamente siglos y siglos de apercepción filosófica, con o sin sujeto transcendental mediante.
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