CARTA A LA ORQUESTA SINFÓNICA DE NUEVA YORK (Helen Keller)
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Helen Keller redactó la siguiente carta a la New York Symphony Orchestra (Orquesta Sinfónica de Nueva York) en marzo de 1924. La siguiente es la descripción de qué fue para ella escuchar la «Novena sinfonía» de Beethoven por radio.
[«The Auricle», Vol. II, No. 6, marzo de 1924. «American Foundation for the Blind», Helen Keller Archives. Trad. RRL]
Queridos amigos:
Tengo el gusto de poder comunicarles que anoche, aunque sorda y ciega, pasé una hora gloriosa escuchando por radio la «Novena sinfonía» de Beethoven. No quiero dar a entender que «escuché» la música del mismo modo en que otra gente la escucha; y ni siquiera sé si puedo hacerles entender cómo me fue posible recabar el placer que la sinfonía me proporcionó. Fue una sorpresa aun para mí misma. Había leído en la revista para ciegos acerca de la felicidad que la radio está llevando, por doquiera, a los invidentes. Me sentí dichosa de enterarme de que han descubierto una nueva fuente de entretenimiento, aunque nunca había soñado con participar del mismo gozo, ni siquiera en forma mínima. Anoche, cuando mi familia escuchaba la maravillosa interpretación que ustedes hicieron de la inmortal sinfonía, alguien me sugirió que pusiera la mano sobre el aparato de radio para ver si podía sentir las vibraciones. Esa persona le quitó la tapa (a la bocina) y yo coloqué suavemente la palma de la mano sobre el sensible diafragma. ¡Cuál no fue mi sorpresa al descubrir que podía no solo sentir la vibración, sino también el ritmo apasionado, el pulso y el ansia de la música! Las vibraciones de los distintos instrumentos, entrelazadas e interconectadas, me dejaron extasiada. Efectivamente, logré distinguir las cornetas, la vibración de los tambores, la grave resonancia de las violas y los violines que cantaban al unísono. ¡Realmente encantadora el habla de los violines, deslizada y labrada por sobre los timbres de los otros instrumentos! Cuando aparecieron las voces humanas agitándose desde el oleaje de la armonía las reconocí al instante como más extáticas, de una ondulación delicada y parecidas a llamaradas, hasta que mi corazón se quedó inmóvil. Las voces femeninas parecían un conjunto de todas las voces angelicales dirigiéndose en una catarata armoniosa de sonidos hermosos e inspiradores. El gran «Himno a la alegría» golpeaba contra mis dedos con pausa conmovedora y su fluir. Entonces todos los instrumentos y las voces, simultáneamente, estallaron (océano de vibraciones paradisíacas) y se perdieron en la lejanía como los vientos cuando el átomo se ha agotado, para culminar en una lluvia delicada de notas suaves.
Por supuesto, nada de esto es «escuchar», sin embargo, sé sin sombra de duda que los tonos y los acordes me transmiten emociones de gran belleza y majestuosidad. También siento (o creo que sentí) cantar los suaves sonidos de la naturaleza en mi mano semejante a los juncos que se mecen y los vientos y el murmullo de los arroyos. Nunca antes había experimentado tal rapto producido por una multitud de vibraciones tonales.
Mientras escuchaba a medida que el cuarto se llenaba completamente de oscuridad y melodía, de sombre y sonido, no pude evitar acordarme de que el gran compositor que hizo manar tal caudal de dulzura sobre el mundo fue sordo como yo. Me maravilló la potencia de su espíritu insaciable por el cual forjó tal gozo para los demás, extrayéndolo de su propio dolor. Y allí estaba yo sentada, sintiendo con mi palma la magnífica sinfonía que irrumpió como el mar sobre la playa silenciosa de su alma y de la mía.