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DISCURSO DE LA TOMA DE POSESIÓN DEL MINISTERIO DE CULTURA


La elección de Luiz Inácio Lula da Silva fue la manifestación más elocuente de la nación brasileña en favor de la necesidad y urgencia del cambio. No de un cambio superficial o meramente táctico en el ajedrez de nuestras posibilidades nacionales, sino de un cambio estratégico y esencial, que se sumerja a fondo en el cuerpo y el espíritu del país. El Ministro de Cultura entiende así el mensaje que los brasileños enviaron a través de la consagración popular del nombre de un trabajador, del nombre de un brasileño profundo, simple y directo, de un brasileño identificado por cada uno de nosotros como un igual, como un compañero.


Y es también en ese horizonte que entiendo el deseo del presidente Lula de que yo asuma el Ministerio de Cultura. Elección práctica, aunque también simbólica, de un hombre de pueblo como él, de un hombre comprometido con un sueño generacional de transformación del país, de un negro-mestizo consustanciado con los movimientos de su gente, de un artista que nació de los suelos más generosos de nuestra cultura popular y que, como su pueblo, jamás renunció a la aventura, la fascinación y al desafío de lo nuevo. Es precisamente por todo esto que asumo, como una de mis tareas principales, aquí, el eliminar la distancia existente hoy entre el Ministerio de Cultura y el cada día de los brasileños.


Quiero que el Ministerio esté presente en todos los rincones y los sitios más apartados de nuestro País; quiero que esta sea la casa de todos los que piensan y hacen el Brasil; que sea esta, realmente, la casa de la cultura brasileña.


Y lo que entiendo por cultura va mucho más allá del ámbito restringido y restrictivo de las concepciones universitarias o de los ritos y la liturgia de una supuesta clase artística e intelectual. "Cultura, como alguien dijo, no es sólo una especie de ignorancia que distingue a los estudiosos", ni es solamente la producida en el ámbito de las formas canonizadas por los códigos occidentales, con sus sospechosas jerarquías. Del mismo modo, nadie aquí me va a oír pronunciar la palabra folklore. Los vínculos entre el concepto erudito de folklore y el de discriminación cultural son más que estrechos. Son íntimos. Folklore sería todo aquello – al quedar excluido, por su antigüedad, del panorama de la cultura de masas – producido por la gente inculta, los primitivos contemporáneos, como una especie de enclave simbólico, históricamente atrasado, con respecto del mundo actual. Las enseñanzas de Lina Bo Bardi me previnieron completamente contra esa celada. No existe folklore; lo que existe es cultura.


Cultura como todo aquello que, en el uso de cualquier cosa, se manifiesta más allá del mero valor de uso. Cultura como aquello que, en cada objeto que producimos, trasciende lo meramente técnico. Cultura como la fábrica de símbolos de un pueblo. Cultura como el conjunto de signos de cada comunidad y de toda una nación. Cultura como el sentido de nuestros actos, la suma de nuestros gestos, el ponderación de nuestro modo de vivir.


Desde esta perspectiva, la labor del Ministerio de Cultura deberá ser entendida como ejercicios de antropología aplicada. El Ministerio debe ser como una luz que revela, en el pasado y el presente, las cosas y los signos que hicieron y hacen, del Brasil, el Brasil. Así, el sello distintivo de la cultura, el foco de la cultura, será colocado en todos los aspectos que la revelen y la expresen para que podamos tejer el hilo que los une.


No compete al Estado hacer cultura, aunque, sí, le compete crear las condiciones de acceso general a los bienes simbólicos. No compete al Estado hacer cultura, pero sí le compete proporcionar las condiciones necesarias para la creación y producción de bienes culturales, ya sean artefactos o mentefactos. No compete al Estado hacer cultura, aunque sí le compete promover el desarrollo cultural general de la sociedad. Porque el acceso a la cultura es un derecho básico de la ciudadanía, como lo son el derecho a la educación, a la salud y a la vida en un medio ambiente saludable. Porque, al invertir en las condiciones de creación y producción, estaremos tomando una iniciativa de consecuencias imprevisibles, aunque sin dudas brillantes y profundas, ya que la creatividad popular brasileña, desde los primeros tiempos coloniales hasta los días de hoy, fue siempre mucho más allá de lo que permitían las condiciones educacionales, sociales y económicas de nuestra existencia. En verdad, el Estado nunca estuvo a la altura del hacer de nuestro pueblo, en las más variadas ramas del gran árbol de la creación simbólica brasileña.


Importa ser humildes, por tanto. Sin embargo, al mismo tiempo, el Estado no debe dejar de actuar, no debe optar por la omisión, no debe descargar de sus hombros la responsabilidad de la formulación y ejecución de las políticas públicas, apostando todas sus fichas a los mecanismos fiscales para ceder así la política cultural a los vientos, sabores y caprichos del dios-mercado. Está claro que las leyes y los mecanismos de incentivos fiscales son de suma importancia. Pero el mercado no lo es todo. No lo será nunca. Sabemos muy bien que en materia de cultura, así como en salud y educación, hay que examinar y corregir las distorsiones inherentes a la lógica del mercado que está siempre regida, en última análisis, por la ley del más fuerte. Sabemos que, en muchos casos, es necesario ir más allá del inmediatismo, de la visión de corto alcance, la estrechez, las insuficiencias y aun de la ignorancia de los agentes mercadológicos. Sabemos que hay que poner remedio a nuestras grandes carencias fundamentales.


El Ministerio no puede, por ende, ser apenas una caja de transferencia de fondos para una clientela preferencial. Por esto mismo, tengo que hacer una salvedad: no compete al Estado hacer cultura, a no ser en un sentido muy específico e inevitable. En el sentido de que formular políticas públicas para la cultura es también crear cultura. En el sentido de que toda política cultural forma parte de la cultura política de una sociedad y de un pueblo, en un determinado momento de su existencia. En el sentido de que toda política cultural debe expresar siempre los aspectos esenciales de la cultura de ese mismo pueblo, aun en el sentido de que es preciso intervenir. Intervenir, no según el manual del viejo modelo estatizador, sino para aclarar caminos, abrir claros, estimular y abrigar; para hacer una especie de do-in antropológico, masajeando los puntos vitales momentáneamente desdeñados o adormecidos del cuerpo cultural del país. En suma, para avivar lo viejo y atizar lo nuevo. Porque la cultura brasileña no puede pensarse fuera de ese juego, de esa dialéctica permanente entre la tradición y la invención, en una encrucijada de matices milenarios e informaciones y tecnologías de punta.


Entonces, no se trata solamente de expresar, reflejar, espejar. Las políticas culturales públicas deben encararse también como intervenciones, como senderos reales y vecinales, como caminos necesarios, como atajos urgentes. En suma, como intervenciones creativas en el campo de lo real histórico y social. De ahí que la política cultural de este Ministerio, la política cultural del Gobierno de Lula, a partir de este momento, de este instante, pase a ser vista como parte de un proyecto general de construcción de una nueva hegemonía en nuestro País. Como parte de un proyecto general de construcción de una nación realmente democrática, plural y tolerante. Como parte y esencia de un proyecto congruente y creativo de radicalidad social. Como parte y esencia de la construcción de un Brasil para todos.


Pienso, además, que el Presidente Lula tiene razón cuando dice que la ola actual de violencia, que amenaza destruir los valores esenciales de la formación de nuestro pueblo, no debe acreditarse automáticamente a la cuenta de la pobreza. Siempre hubo pobreza en el Brasil, pero nunca la violencia fue tanta como hoy. Y esta violencia proviene de las desigualdades sociales, incluso porque sabemos que lo que realmente aumentó en el Brasil, en estas últimas décadas, no fue exactamente la pobreza o la miseria. La pobreza incluso disminuyó un poco, como lo señalan las estadísticas. Pero, al mismo tiempo, el Brasil se volvió uno de los países del mundo con más desigualdad. Un país que tal vez posee la peor distribución de la renta de todo el planeta. Y es ese escándalo social el que explica, básicamente, el carácter que la violencia urbana ha tomado recientemente entre nosotros, subvirtiendo, inclusive, los antiguos valores del bandolerismo brasileño.


O bien el Brasil acaba con la violencia o bien la violencia acaba con el Brasil. El Brasil no puede continuar siendo sinónimo de una aventura generosa, pero siempre interrumpida; o de una aventura solo nominalmente solidaria. No puede continuar siendo, como decía Oswald de Andrade, un país de esclavos que se obstinan en ser hombres libres. Tenemos que completar la construcción de la nación, incorporar a los segmentos excluidos, reducir las desigualdades que nos atormentan. De lo contrario, no tendremos cómo recuperar nuestra dignidad interna ni cómo afirmarnos plenamente en el mundo. No tendremos cómo sostener el mensaje que tenemos que dar al planeta, como nación que se prometió el ideal más alto que una colectividad humana puede proponerse a sí misma: el ideal de la convivencia y la tolerancia, de la coexistencia de seres y lenguas múltiples y diversos, de la convivencia con la diferencia e incluso con lo contradictorio. Y el papel de la cultura, en este proceso, no es sólo táctico o estratégico, es central: contribuir objetivamente a la superación de los desniveles sociales, apostando siempre a la realización plena del ser humano.


La multiplicidad cultural brasilera es un hecho. Paradójicamente, también lo es nuestra unidad cultural: unidad básica, abarcadora y profunda. Sin duda, podemos incluso decir que la diversidad interna es, hoy, uno de nuestros trazos característicos más nítidos. Es lo que hace que un habitante de la favela carioca, vinculado al samba y la macumba, y un cholo amazónico, familiarizado con carimbós y encantados, ambos se sientan, y de hecho sean, igualmente brasileños. Como bien dijo Agostinho da Silva, Brasil no es el país de esto o aquello, es el país de esto y aquello. Somos un pueblo mestizo que viene creando, a lo largo de los siglos, una cultura esencialmente sincrética; una cultura diversificada, plural, que es, empero, como un verbo conjugado por personas diferentes, en tiempos y modos distintos. Porque, al mismo tiempo, esa cultura es una: la cultura tropical sincrética tejida al abrigo y a la luz de la lengua portuguesa.


Y no fue casual mi anterior referencia al plano internacional. En mi opinión, la política cultural debe permear todo el Gobierno, como una especie de argamasa de nuestro nuevo proyecto nacional. De ese modo, tendremos que actuar transversalmente, en sintonía y en sincronía con los demás ministerios. Algunos de esas colaboraciones se delinean de forma casi automática, inmediata, con ministerios como los de Educación, Turismo y Medio Ambiente; como los de Trabajo, Deportes e Integración Nacional. Sin embargo, casi nadie recuerda una asociación lógica y natural en el contexto en que estamos viviendo y en función del proyecto que traemos entre manos: la colaboración con el Ministerio de Relaciones Exteriores. Si hay dos cosas que, irresistiblemente, hoy llaman la atención, la inteligencia y la sensibilidad internacionales con respecto al Brasil, esas cosas son la Amazonia, con su biodiversidad, y la cultura brasileña, con su semiodiversidad. El Brasil aparece aquí con sus diásporas y sus mezclas, como un emisor de mensajes nuevos en el contexto de la globalización.


Conjuntamente con el Ministerio de Relaciones Exteriores, tenemos que pensar, modelar e insertar la imagen del Brasil en el mundo. Tenemos que posicionarnos estratégicamente en el campo magnético del Gobierno de Lula, con su énfasis en la afirmación soberana del Brasil en el escenario internacional. Y, sobre todo, tenemos que saber qué mensaje el Brasil – en cuanto ejemplo de convivencia entre opuestos y de paciencia con lo diferente – debe dar al mundo, en un momento en que los discursos feroces y los estandartes bélicos se encrespan planetariamente. Sabemos que las guerras son movidas, casi siempre, por intereses económicos; pero no solo por ellos. También surgen en las esferas de la intolerancia y el fanatismo. Y, en este punto, el Brasil tiene lecciones que dar a pesar de lo que sugieren ciertos representantes de instituciones internacionales y sus portavoces quienes, para expiar sus culpas raciales, se esfuerzan en encuadrarnos en un marco de hipocresía y discordia, componiendo así un retrato de nuestra gente interesado y que responde a sus propios fines, retrato apenas útil para convencerlos a ellos mismos. Sí, el Brasil tiene lecciones que dar, en el campo de la paz y en otros, con sus disposiciones permanentemente sincréticas y transculturales. Y no vamos a cejar en nuestro empeño.


En resumen, es con esta comprensión de nuestras necesidades internas y de la búsqueda de una nueva inserción del Brasil en el mundo que el Ministerio de Cultura va a actuar, dentro de los principios, los derroteros y las balizas del proyecto de cambio de que el presidente Lula es, hoy, la encarnación más verdadera y profunda. Este será el espacio de experimentación de nuevos rumbos, el espacio de apertura para la creatividad popular y para los nuevos lenguajes, el espacio disponible para la aventura y la osadía, el espacio de la memoria y de la invención.


Muchas gracias.


[trad. Ricardo R. Laudato]

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