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EL TUFILLO CADAVÉRICO DE UNA CONVERSACIÓN SIN CONSECUENCIAS [RRL]


Ayer, fui testigo involuntario de una conversación sin consecuencias. Un agente de policía, una vendedora ambulante y la empleada de una tienda discutían, entre bromas y veras, si se decía «la María» o «la güera» (la rubia). La vendedora ambulante se defendía de la impropiedad idiomática de la que se la acusaba, mientras los otros dos confundían todos los naipes del juego para enrostrarle sus malos modos idiomáticos. Hasta ahí, todo perfectamente corriente. La burla y la defensa, inútiles ambas, de un mal modo idiomático. Después de todo, como con el asunto del aceite para motor, por más kilómetros que hayan recorrido en un automóvil, muy pocos conductores serán capaces de distinguir entre los varios tipos de aceite.

Lo interesante, en cambio, fue el tufillo cadavérico de la conversación toda. ¿Es posible que personas que nada tienen que ver, profesionalmente hablando, con estudios gramaticales o filológicos aún se enreden en una esgrima patética, por esas naderías? Entiéndase bien: a nadie se le ocurre bromear ni tomarle el pelo al prójimo a causa de su desconocimiento de los tipos de aceite para motor. Lo común (por increíble que resulte) es desconocer la existencia de los tipos; y todos en paz. Por el contrario, una frase tan diariamente socorrida, como «la María», parece que todavía quita el sueño. Y aún más: espanta que una «etiqueta verbal» perimida desvele a personas de trabajo y amamantadas de cultura pop desde la cuna. A pesar de las tantas chocarrerías de la mal llamada cultura pop, es obvio que no estamos muy alejados de 1840 (como, por otra parte, tiene que suceder).


En efecto, viene al recuerdo aquella anécdota jocosa sobre un maestro siruela de la mitad del siglo XIX. Maestro de las primeras letras durante toda su vida, habiendo llegado al último suspiro, en agonía y circundado por su numerosa familia, con nostalgia y orgullo inútil pontificó: Por fin, voy a “expirar” o “espirar”, que de ambos modos puedo “expresarme” o “espresarme”. Aún existen tantos de estos maestros siruela, tantos devotos de la fe ciega en la corrección idiomático-ortográfica que reírse de aquella pobre alma imantada de nimiedades parece injustificadamente cruel. Ahora bien, esa fe ciega no se originó gratuitamente, sino a causa de la escolaridad obligatoria y la cerrazón pedagógica de la Real Academia Española. El daño está hecho; no vale la pena lloriquear como la lechera del cántaro roto. En todo caso, lo malo de todo el asunto es que la burla haya surgido con un fin inconfesable: aparecer superiores ante una persona desconocedora de la apercepción idiomática. Aunque, en realidad, los desconocedores eran los tres.


De hecho, toda la burla estaba sustentada en un truco diminuto, como esos con los que se puede engañar fácilmente a un niño. ¿Esa es toda la perspicacia de un hablante de español acerca de su propia manera de hablar? Si es así, la falsa perspicacia no puede ser sino el fruto marchito de la bárbara imposición de la ortografía normativa; fruto marchito, a su vez, de la ignorancia sobre cómo el hablar diario puede escalar a lengua de cultura. Y la responsable inmediata, además, no ha sido otra que la escuela obligatoria. Esa imposición, pues, (en lugar del abordaje técnico debido) se ha decantado en un cadáver colectivo, en alto grado de descomposición. De ahí, el tufillo cadavérico que emanaba de la psiquis de los tres hablantes inadvertidos.


Ahora bien, atendiendo al grupo todo (no solo a los tres hablantes ocasionales), ¿por qué esta gente se ocupa de semejantes nimiedades, ni siquiera lingüísticas, cuando hasta los «titulados» ignoran las convenciones ortográficas más elementales? Es el peso muerto de las actitudes conservadoras a ultranza y de la noción grafomaníaca de que hay reglas del idioma de las que no se puede escapar. Aparece casi espontáneamente un terreno pantanoso (para la mente), divorciado en vanguardias y retaguardias. Lamentablemente, el dicho divorcio es un espejismo y se lo sorprende cuando se sabe percibir que los titulados y los grandes nombres del mundillo de las letras (si queda alguno más allá de la tiranía mercadotécnica) hacen gala de ignorancia supina al hablar de una arte puntillosa, la ortotipografía hispánica, que viene medrando, con demasiados vaivenes, durante casi unos tres siglos largos.


Sin embargo, no es una cuestión de niveles de escolaridad. El mejor contrargumento, lo representa el hablar de aquellos que se jactan de algún glorioso pasado «académico», los que sacuden toda clase de figuras idiomáticas que parecen salidas de los programas televisivos de chismorreo. Nada nuevo en acaso los últimos seis mil años de historia: panem et circenses. Como nota al margen, valga añadir que la voz «académico» parece ser un «nuevo rico» del vocabulario fantasmagórico del español, pues ha subido en la escala social desde sus años de referencia casi exclusiva al entrenamiento canino y al corte y la confección de vestimenta de medida. Lo interesante es que la imaginación acústica de los titulados y afines delata tanto su sordera adquirida que hasta el inglesucho que se les cae de la boca a cada segundo es de pacotilla. No es inglés, claro, sino «angliuniformigonza» (si nos insipiramos en el «uniquack» señalado por Ivan Illich). De la habilidad para redactar de esta buena gente con título universitario, no vale la pena tratar, pues leyendo lo que garabatean, viene a la memoria el dicho: a confesión de parte, relevo de pruebas.

En fin: un diálogo sin consecuencias, mantenido en una calle cualquiera, confirma que el español como lengua de cultura está en camino de momificación y que, como lengua de pensamiento, parece estar algo más que muerta. Un diálogo sin consecuencias sucedido en una calle cualquiera pone en evidencia los síntomas. Entre muchos otros síntomas, dos personas se burlan de una tercera, a causa de un error de etiqueta verbal perimida (ni siquiera de un error lingüístico a secas). Casi el mismo tipo de vanidad noña de los que se ríen del teléfono celular de algún prójimo que ha quedado anticuado por falsas necesidades. Las acostumbradas nimiedades apenas truecan las máscaras. No hay más remedio: hay que dedicarse a cultivar el jardín.


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