TROPIEZO N° 4
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¿Por qué cuesta tanto entender que, si se va a juzgar la inteligencia social de un individuo, exclusivamente, por su desempeño en la lectoescritura, es obligatorio dominar algún tipo de ortografía?
Dicho de otra manera, ¿se comprende que la habilidad requerida consiste en lograr dibujar, de modo estandarizado, lo que se sea capaz de enunciar verbalmente en cualquier momento del día? ¿En qué nebulosa afectiva hay que residir si esto no se entiende y, sin entenderlo, se obliga a millones de niños a tratar de aprender a dibujar lo que dicen, sin, en primer término, enseñarles a escuchar cómo enuncian lo que efectivamente pronuncian? ¿Y lo que dicen sin pronunciar: cómo se lo representa? No les compliquemos la cosa a los peritos a la violeta.
En caso de que estas habilidades se brinden con tanta naturalidad en el mundo sublunar, ¿por qué se elige la lectura de mensajes garabateados y no la de las partituras musicales o las del dibujo técnico para que los niños brillen socialmente y pasen por inteligentes? ¿Por qué no obligar a los niños a aprender a dibujar una silla, como si su dibujo fuera a ser utilizado por un fabricante de sillas, para que toda su comunidad pudiera, al fin de cuentas, no pasar la vida de pie? Sería acaso inhumano hacerlo, pero daría mejores resultados. El socialmente incapaz no podría disimular su condición asocial.
La analogía fácil, por otra parte, muestra la ridiculez de las ideologías seudopedagógicas que dicen sustentar la práctica y enseñanza de la lectoescritura normativa. Esa ridiculez es el primer motor de las mal llamadas faltas ortográficas. Si la actitud fuera diferente, lo primero que un maestro preguntaría, a fin de guiar la enseñanza del trazado e interpretación fónica del alfabeto, sería: ¿según los sonidos de nuestra lengua, cuál es el porcentaje de error de cada letra, al aplicarla a la representación de cada palabra posible? Acaso algún maestro o profesional autoproclamado se daría cuenta de que hay un aspecto heurístico de la ortografía, y que no es nada desdeñable para la redacción técnica.
Si esa pregunta existiera en la mente de los que se autoproclaman maestros, al fin de cuentas, verían cuán democrático es el uso alfabético normativo del español (frente a lenguas como el inglés o el francés) y cómo disminuirían las mal llamadas faltas de ortografía. Claro que ellos quedarían como el rey desnudo.