SÉ TANTO [RRL]
![](https://static.wixstatic.com/media/68845d_4bafc8f4b2834282a79ea424f3c651c3~mv2.jpg/v1/fill/w_980,h_1295,al_c,q_85,usm_0.66_1.00_0.01,enc_auto/68845d_4bafc8f4b2834282a79ea424f3c651c3~mv2.jpg)
Independientemente del merecido reconocimiento a la sostenida labor de Joaquín S. Lavado T. (Quino), esta viñeta resulta superficial y dudosa (para decir lo menos), aunque sea el reflejo exacto de la constipada percepción del saber libresco que caracteriza a la docta ignorancia de la mente tipográfica. Dicha peste viene cundiendo ya desde hace alrededor de cuatro siglos, y Galileo, por ejemplo, la padeció más o menos como la padece hoy cualquier hijo de vidriero escolarizado. Ahora bien, hay que reconocer que la perspicacia galileana supera en mucho a la de Quino (y a la de los que asienten con la cabeza cuando leen la viñeta).
Elijamos qué rasgos destacar, a fin de cimentar apenas las afirmaciones previas. En primer lugar, la suposición de que el saber es exclusivamente libresco (es decir, proviene de la lectura de libros-dispositivo) es una conducta universitaria medieval, acaso injustificable en la actualidad. El tratamiento cabal de este aspecto de la praxis del saber (frase pedante, si la hay) nos llevaría muy lejos. Sin embargo, el hecho de que esta afirmación sea incomprensible en sus ramificaciones y consecuencias desde hace, por lo menos, tres siglos indica cuán honda es la peste precitada. En segundo término, como los profesores y monjes de hace doce siglos sabían, se puede aprender sin necesidad de acudir a libros-dispositivo. El presente, ante esta afirmación, asiente sabihondo sin entender nada preciso o, de lo contrario, se queda con la mirada fija en un punto, exponiendo la mente en blanco.
En tercer término, puede alcanzarse una pregunta: ¿si la viñeta hubiera mostrado a un cirujano frente a su instrumental quirúrgico o a un mecánico del automotor frente a un tablero interminable de herramientas, el pie de página habría sido el mismo? La fofa pedantería del que apenas dice saber leer y escribir calla de angustia, pues desconoce que el libro-dispositivo es apenas un artilugio como el anticonceptivo o la prótesis dental. En cuarto lugar, sorprende la elección del adjetivo «tanto». Si se utiliza la frase sé tanto, no se tiene ninguna vivencia del saber, pues lo que se sepa nunca puede ser cuantificable (ni figurativamente). El sé tanto corresponde al repetir de un perico especial: ese que pierde la vida leyendo enciclopedias. De todos modos, no será la primera vez que alguien hable no solo de lo que no sabe, sino también de lo que ni es capaz de imaginar.
Claro que, frente a anaqueles repletos de libros, el humor puede cristalizar en situaciones que ni el Quino humorista de profesión consiguió vislumbrar. Por ejemplo, aquello que le sucedió a un amigo nuestro cuando recibió la visita, en su hogar, de un desconocido de ocasión. La noble alma tipográfica, al haber traspaso el umbral de la casa y al verse enfrentado, intempestivamente, a los anaqueles referidos exclamó: ¡Qué buena idea: decorar las paredes con libros! Es en esos momentos en los que el dicho de Ennio Flaiano resuena en algún rincón de la sabiduría: La estupidez de los otros me fascina, pero prefiero la mía.
Por último: como el saber al que alude la viñeta se parece a una suerte de sarpullido epidérmico, tan burgués (o progresistamente burgués) que solo encuentra su peso específico en lo circense de las ocasiones sociales (y entre gente a la que saber le importa un bledo), la viñeta es justa y necesaria. Por el contrario, saber (con o sin libros-dispositivo) es una poliédrica matriz interior, corrosiva como el ácido muriático, que sirve para eliminar, en primer término, las escorias de lo que el budismo denomina ofuscamiento de raíz (nuestra traducción del sánscrito «avidya») o las huellas del pecado original cristiano (aunque nadie sepa cómo la denominación aluda a las taras casi insalvables de la conducta cotidiana). No menos adecuado sería el natura ingenio destitutos reliquit (a los que la naturaleza dejó sin luces en la mollera) del inmenso Empeño en el arte de leer, de Hugo de San Víctor, primera arte de la lectura occidental. De ese saber, que es el saber que puede acaso extraerse de los libros-dispositivo, la viñeta nada dice. Queda flotando en el aire, tal vez para el lector advertido, que ese saber no se diluirá con la muerte individual.
En efecto, hace menos de un mes, falleció, sin compañía, como había vivido más o menos los últimos veinte años (luego de la muerte de su esposo), Grazia Marchianò, rodeada no solo de libros en tantas lenguas clásicas y actuales, europeas y asiáticas. Roberta Frabetti, una lectora de la profesora Marchianò, redactó el siguiente saludo final. Una despedida discreta, oculta en su templo: ¿existe aún aquella dulce fuentecilla gorjeante? Morir solos es la prueba acaso más difícil o quizás la ocasión magna para el que, como Usted, no ha sido una sombra. ¡Feliz resurrección! Cambiando de andarivel, ¿dónde se esconde la fuentecilla gorjeante en la viñeta de Quino?
Comentarios