MARÍA MOLINER: EL NINGUNEO COMO ESFINGE [RRL]
A tantos años de la enfermedad y la muerte, María Moliner es ahora víctima de la ignorancia supina tanto de los que ayer la ningunearon como de los admiradores filisteos de hoy. Los primeros la desconocieron, porque sabían que no había sido filóloga, sino historiadora; los segundos la «hicieron filóloga» (suponemos), porque ni se animan a pensar cómo alguien sin formación profesional en un campo de estudio dedica casi dos décadas a recomponer el DRAE. Ni un grupo ni el otro (la verdad sea dicha sin rodeos) se hubieran atrevido a rozar la sabiduría, ínsita e infusa, del diccionario académico. Después de todo, los grandes fetiches (se recordará a Francis Bacon) inspiran pánico reverencial. Como lo narran las consejas antiguas, solamente se le atrevió una mujer sensiblemente inteligente.
En cuanto a los fanáticos incondicionales del hoy (que, con toda seguridad, habrían cerrado la boca ayer), son tan ignorantes que además de los yerros biográficos no se aventuran jamás a describir en qué consiste la perspicacia de la estudiosa, plasmada en la obra. Se contentan con los eslóganes publicitarios: «escribió el mejor diccionario etc.» ¿Por qué no explican cuál es, en términos, precisos la bondad de la empresa? ¿Resultaría muy técnico para el lego? Sería bueno aclarar que todos somos legos en lexicografía, dentro del mundo hispánico; de lo contrario, el nombre de Julio Casares resonaría, por lo menos, en la oquedad analfabética. En resumen, patrañas del disimulo.
Bastaría con explicar a grandes rasgos el contenido del prólogo del diccionario, bastaría con explicar en qué consiste el «cono léxico» y cómo puede aplicarse al descubrimiento sensiblemente inteligente de la posible abundancia del propio vocabulario. Bastaría intentar un mapa incompleto de lo que podría ser la perspicacia noética de quien se aventura a los siglos de profundidad escondidos en una lengua de cultura. Silencio sepulcral del oportunismo.
Vaya, pues, lo aquí manifestado como homenaje minúsculo a una mujer, tan común como extraordinaria, que no se ocultó ni bajo la supuesta pericia «ultraespecializada» (que no existe en ningún campo del conocimiento) ni bajo la pedantería cobijada por los compromisos de capilla. María Moliner confirma, por enésima vez, el destino de la inteligencia en el orbe hispanohablante: la única medalla al mérito que recibe es el ninguneo y la adulación de los ignorantes. Es prueba cierta de excelencia.
Se deja para oportunidad propicia abundar sobre la corrosión de la envidia.
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