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LO DEMÁS ES ABUSAR DEL ALFABETO [RRL]


El médico tibetano me dejó sin palabras (ya es mucho, en mi caso). No es para menos: dejar a alguien sin palabras es cristalizar, entre bardas, el oleaje maníaco del océano mental. ¿De qué otra imagen puede echarse mano, a fin de encauzar verbalmente aquello sobre la abundancia del corazón? Este médico no fabula; apenas aplica aquella media verdad enunciada más o menos así: el hablar diario sirve para enmascarar la verdad. Por eso me dice: No hace falta que me cuente nada ni que me explique qué le pasa. Me mira, y el remedio está en su acto de atención (en los dos sentidos de la voz «atención»). Más tarde, comentó que supo qué me aquejaba con haberme visto caminar por el jardín, hacia el consultorio.


Me toma la muñeca y atiende al pulso. Sostiene que el noventa y cinco por ciento de las enfermedades humanas danzan en el pulso. La imagen no entusiasma. ¿Qué espectáculo depararía el de una ronda de bailarines lisiados, desangelados, sin aliento? ¿Si un humano tose, tosen también las Musas? Platón señaló, hablando de la participación, la interfaz cosmogónica («methexis»). Da algún resuello. Con todo, escuchar con la mano es labor artística; es decir, humana (como se pensó hasta que algún tonto de capirote inventó, hace muy poco tiempo, eso de las bellas artes). Este médico es, nada más ni nada menos, que músico, en el antiquísimo sentido, ya que Apolo, el sanador, fecundó a la madre de las Musas. El ejecutante tibetano intuye detrás del ritmo del discurrir, toca la espalda del intuir, conoce los senderos y otea la fuente de la sed, esa estructura psíquica que nadie se anima a nombrar porque, en rigor, debería llamarse «voracidad». ¿Coincidiría nuestro médico con aquel sacerdote ortodoxo, de Kars (ciudad turca), que sostenía que todo confesor, para realizar bien su labor, debía estudiar medicina?


Según el médico, la confesión de cualquier ser humano apenas requiere de diez metros de distancia; hablar está de más. De repente, estoy con los pies en las aguas purificadoras del Ganges, a pesar de los cadáveres que se diluyen en derredor. Con toda sensatez, de repente, el médico me llama «ignorante» (en lenguas indoeuropeas, no nacido aún). De modo de definir la ignorancia, enunció socráticamente: no saber que no se sabe. Y, a continuación, agregó, haciéndome saltar en la silla: Cuando ves, no tienes que pensar; cuando no ves, pones en marcha el pensamiento. Manera concisa de demoler, hasta la última piedra, casi toda la teología, la filosofía y las ciencias positivas de los últimos tres siglos (al menos, las divulgadas). ¿Empero, cómo sé que este médico no es un ignorante que finge curar a otro ignorante? Sería la imagen tradicional de dos ciegos orientándose mutuamente. Resuenan sus palabras: Cuando ves, no tienes que pensar. ¿Mirándolo, qué veo? ¡La sonrisa indescriptible! La vi por primera vez en mi hora y media, en el Naropa Institute.


Aquel monje diminuto, que mascullaba un inglés casi macarrónico y que en realidad no hablaba, y que mientras intentaba expresarse, comprendía que nadie iría a entender lo que imaginaba en el idioma que le llenaba los gestos, la respiración y la imaginativa. Aquel hombrecito, terminada la sesión yerma, ¡sonrió! Y, al verlas desvanecidas alrededor de la sonrisa, vi que las explicaciones, la mayoría de las veces, son confusión, galimatías. Vuelvo al médico tibetano y, mirando con algún furor, veo además, cómo este médico sabe burlarse de sí mismo, haciéndole creer a la falsa importancia del interlocutor que habla en serio. ¿Una sonrisa apoyada en años de estudio de lógica? El médico sabe, como supo aquel maestro porteño, que la lógica es técnica de salvación; por eso palpa la lógica como la palpó, al hablar, el Cristo evangélico; es decir, sabiéndose súbdito, resignado, Pinocho de carne y sangre y hueso. No ser burócrata de la salud. Ecce medicus! Om mani padme hum...


Claro, el mantra tibetano hizo detonar los recuerdos. El amigo que me indicó, por primera vez el mantra, sostenía, sin énfasis, que la filosofía griega antigua y el budismo primitivo habían sido farmacopeas... y empujaba la idea hasta a Descartes. Otro humorista refinado aquel amigo, aquel maestro, aquel hermano en el limbo que ni Dante se animó a destruir. El médico frena el derrame nostálgico, diciéndome campechanamente: para el estrés, nada como hacerse el loco. Estallo en carcajadas. Agrega luego: Loco, por dentro y cuerdo, por fuera. No puedo contener las lágrimas de la risa, me sofoco, toso… y de repente se abre como una ventana; es el ver sin necesidad de discurrir. ¿Cómo evitar que se me aparezcan en la mente los rebeldes disfrazados, los sacristanes de pudibundez burocrática que pasan por sabihondos, por liberadores de hombres, en fin, los charlatanes? Me agarro de un mueble y me duele el costado de tanto reírme. De repente, el cuarto se oscurece y es forzoso enmudecer. Inevitable, la entrada de la muerte junto a la Sabiduría, el condimento sacro de la conciencia. El lugar donde lo cómico no es posible, como también dijo aquel amigo. 


En todo caso, sin perder el buen humor, solo desde la muerte, se puede comparar un bisturí con la trompa del elefante. Esta es una cuestión peliaguda como siempre lo es vislumbrar los andariveles que nos ofrece la inteligencia. ¿El médico resulta ahora domador de paquidermos? Pongámoslo así: ¿puede haber alguna técnica sin manos? El elefante carece de manos. Como no estuvieron familiarizados con el elefante, los griegos antiguos plantearon la cuestión de la naturaleza o de la virtud de las cosas, siempre desde la pericia de las manos. Los hindúes, no, ya que observaron la trompa del elefante. Creo entender que el doctor tibetano conoce la figura que asimila la mente a la trompa del elefante: la mente aferra sin manos; mucho más, en el regocijo. ¿A cuál de todas las fragancias de la inteligencia saboreamos como buen humor? ¡Cuánta ignorancia! El médico tiene razón. Que la lógica haga lo suyo. Lo demás ha sido, hasta hoy, abusar del alfabeto. 


[monje tibetano en las cercanías de Lhasa, 1905. Foto de John Claude White (1853-1918)]



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