EL ARMISTICIO ENTRE FILOSOFÍA Y POESÍA: ANTONIO PORCHIA (fragmento)
Cada voz de Antonio Porchia pulveriza la mitomanía del lector por tres motivos. En primer lugar, Voces es uno de los escasísimos textos contemporáneos que acalla el discurso interior del que lee. Un prodigio solo asignable a textos sagrados de otros eones. En segundo término, desde la primera edición, el nombre del autor se ha asociado al contenido de los textos, a pesar de que en muchos casos ese contenido, aun originado en una anécdota, no apuntaba a nadie ni a la experiencia de nadie. El tono neutro con que Porchia enunció las voces en público descalifica cualquier argumentación. Sin yo-lector y sin yo-autor, ¿adivinó Porchia cómo hacer de un apellido, el que le atribuyeron, la Palabra? ¿Acertó a imitar al tiempo, alineando en densidad, la mano, el ojo y el oído, según el ritmo de la posibilidad pura? Por último, hay la cuestión de que Voces pueda acabar con la querella entre filosofía y poesía, llaga perenne de la sensibilidad que reconoce al orbe grecolatino como cultura madre.
¿Sería posible, entonces, una lectura de Voces que refleje en la mente del lector la silueta de un obrero portuario del siglo XX, como se reflejan para el contemplador de hoy los frescos del arte minoico? ¿Podrían interpretarse las voces desde un entusiasmo asimilable al de un participante de la poesía prehomérica o la sabiduría preplatónica? O como sugieren varios comentaristas, ¿estarían las voces más cercas a la sensibilidad de Parménides, de Gótama o de Lao-tsu que a las de Friedrich Nietzsche, Auguste Comte o Jiddu Krishnamurti? En esencia, lo relevante de cada uno de los poemas de Porchia es que empujan, sin vanguardias ni tradicionalismos, a transitar direcciones inusitadas (aunque no forzosamente inéditas). Lo relevante se perfila cuando se intuye que interpretar cada poema (mentando la voz como la habrían mentado los griegos de otrora: igual que teorema, igual que anatema, igual que estratagema) termina siendo algo así como roer las sobras de la mente o bien evitar el exhibicionismo voraz del hablar por hablar.
En principio, cabe recordar que Voces no es el resultado oficioso de desvelos ni filosóficos ni literarios. Como nadie conoce la economía interior que convocó las ≪cositas≫ de Porchia (como él las llamaba) conviene experimentar, en tenso recogimiento, la libertad creadora de un obrero que no blandió su oficio ni como gesto obsecuente ni como puñal sediento de justicia, y menos como manifiesto. Lo haya sabido o no, sus voces precipitan la ilusión del fondo de la vida y brindan la ocasión de comprobar que hay una indisimulable respiración inteligente en todo ser humano. En consonancia, estas páginas obviarán al aforista y al poeta apreciando, en cambio, al varón anónimo, cuyo nombre esculpe diversos rostros, según los recuerdos que el lector privilegie. ¿Cuál de esos rostros fue el rostro de Antonio Porchia? Imposible saberlo porque el lector actual, estando en una galería de espejos que, sin saber, él mismo propone, no puede decidir entre uno u otro espejismo.
Solo los espejismos impiden entender cuán inevitable fue la aparición de Voces: entre ellos, el espejismo que hace, de todo cuento, historiografía. Tanto Heródoto como Agustín de Hipona habrían visto confirmadas (y con-fundidas) sus concepciones de la historia, al saber que un apuntador portuario, un tejedor de cestas o un jubilado fue capaz de percibir el orbe de lo absolutamente otro. Se supongan las civilizaciones y su destino o el eterno retorno, Porchia se vería fatalmente acompañado, entre otros, por Ammonio Saccas, el desdibujado maestro de Plotino; por Shams de Tabriz, el maestro escurridizo de Ŷalal ud-din Rumi; y por Brahamachari, el monje indio que recomendó a Thomas Merton la lectura de teólogos cristianos.
Gracias a los espejismos, comentar Voces puede ser el último acto del comentarista, inmediatamente previo a la fulminante revelación de la propia impotencia afectiva y mental. Quienquiera que haya ponderado, aunque más no sea alguna de las voces, habrá experimentado, bajo el peso de la piedra del molino aforístico, la pérfida artrosis cotidiana de las categorías y sus vocablos. Ante las voces, podría seguirse la admonición de Wittgenstein: lo que puede decirse puede decirse claramente; donde no se puede hablar, hay que callarse. Para callar bastaría recordar que las voces modelaron sin relieve la vida de un obrero, y que un obrero modelado en hueco fue la insaciada pesadilla de Simone Weil, y que un obrero santificado fue el truco diario del Giovanni Bosco prestidigitador.
Densas como las metáforas primigenias, las voces respiran una justica cósmica, un orden mondado, una mirada adánica, pues carecen de los tics y las astucias elocutivas de la esterilidad. No por casualidad Roberto Juarroz y Daniel J. Vogelmann, dos lectores cuyas obras emanaron de la criba misma del lenguaje, inician sendos comentarios sobre Voces aseverando que la glosa solo podía compararse con la coloración, rojiza o azulada, de la llama que solo se ocupa de flamear. Al abrigo de ambos ensayos, el lector bien sospecha que la respiración admirativa se autojustifica, precisamente, en el brillo que irradia la unión del corazón y el intelecto.
A pesar del riesgo aniquilante para el comentarista, la única obra de Porchia incita a la exégesis sobre el autor y su sino aliterario. ¿Es el tocador de flauta quien hace salir la cobra de la cesta? ¿O es el enigma letal de la cobra lo que pulsa la melodía sencilla? ¿En qué intersección del transcurrir imaginativo se unen la flauta, el ofidio y el ejecutante ante la ebria mirada del espectador? Por lo mismo ¿en qué intersección de la lectura de Voces el lector siente que su mirada cotidiana no es más que un gris caleidoscopio que gira exánime, en derredor de flacas palabras en sordina? ¿En qué intersección de la lectura de Voces, se revela al lector que su propia espontaneidad, su propia creatividad, sus propias ocurrencias no son más que otra vuelta de tuerca por entre los muros de la cárcel verbal del autómata? Por este solo efecto indeliberado, al igual que siglos atrás, las voces de Antonio Porchia vendrían a confirmar que la realidad es lenguaje y que el obrero fue una suerte de Brahmanáspati que, como todo numen, rozó la faz de la tierra para que lo escucharan aquellos que padecen de inteligencia acústica.
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