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DIDASCÁLICON. DEL AFÁN POR APRENDER LEYENDO. [HUGO DE SAN VÍCTOR]

(Prefacio. Retrad. del latín Ricardo R. Laudato)


Existen muchos a los que su naturaleza íntima los ha abandonado, dejándolos casi sin luces, por lo que apenas pueden comprender las cosas fáciles, ni aun aplicando todas las fuerzas de su mente (vix intelelctu). Se agrupan estos hombres, según mi parecer, en dos clases. En efecto, hay algunos que, aun advertidos de su torpeza, se esfuerzan de tal modo y persisten tanto en su anhelo por saber (scientia) que, sin lograrlo mediante el empeño, merecen lograrlo como fruto de su fuerza de voluntad. Con todo, hay otros que por sentir que nunca van a comprender las cosas más altas (summa), también se tornan indiferentes a las más bajas y, refugiándose en su torpor, no solo pierden la verdadera inteligencia de las cosas superiores, sino que también se resisten a entender las bajas que sí se les alcanzan. De ahí que diga el salmista: (...) No quiso entender cómo hacer el bien (1). Puesto que una cosa es no saber y otra, no querer saber. La diferencia entre ambos es grande: no saber es deficiencia (infirmitas); en cambio, detestar el saber es fruto de una voluntad torcida. Hay [por lo demás] otra clase de hombres a los que su naturaleza los dotó de inteligencia abundante, facilitándoles la captación de lo verdadero. Empero, siendo ellos de agudeza desigual, tampoco exhiben la misma virtud o voluntad de cultivar la capacidad (sensum) recibida (naturalis), mediante la ejercitación o el aprendizaje (doctrina). Ya que son muchos los que, más de lo necesario, involucrados en labores y preocupaciones mundanas, y entregados a los vicios y concupiscencias corporales, esconden bajo tierra el talento otorgado por Dios (Mt 25, 18.15), sin ni intentar hacer que fructifique el saber ni buscan el lucro (usura) que las buenas obras rinde. A causa de todo esto, en verdad, son [hombres] altamente detestables. En sentido inverso, la falta de sustento provisto por la familia y el patrimonio escaso disminuyen la facultad [para aprender] de otros (tantos). Empero, creemos que esto no los disculpa enteramente, ya que vemos a muchos que, aunque trabajados por el hambre, la sed y la desnudez, consiguen el fruto del saber. Entonces, una cosa es no poder aprender o, mejor dicho, no poder aprender fácilmente, y otra cosa es que se pueda, pero no se quiera. Del mismo modo, como es más digno de encomio, aunque se carezca de los medios necesarios, cuando se alcanza la sabiduría [Verbum Dei] en virtud del solo esfuerzo, así también resulta más digno de vituperio el que exista inteligencia y fluyan las riquezas, pero el ocio insensibilice.


Dos son las cosas destacables por las que alguien se prepara al saber (scientia): la lectura [en voz alta] y la meditación [asimilación de lo oído mientras se leía en voz alta], de las cuales la lectura [en voz alta] ocupa el primer puesto en el saber (doctrina), y de ella va a ocuparse este escrito (liber), brindando preceptos sobre el leer (legendi) [en voz alta]. Ahora bien, para (aprender a) leer [en voz alta], los tres preceptos más necesarios son: el primero, que se sepa qué se debe leer [en voz alta]; el segundo, en qué orden debe leer [en voz alta] ; es decir, qué es lo que va primero, qué es lo que sigue y el tercero, cómo se debe leer [en voz alta]. De los tres y de cada uno por separado, se ocupa este escrito (liber). Se instruye también tanto al lector de escritos profanos como de los divinos. Por lo que se divide en dos partes; y cada una de ellas, a su vez, se subdivide en tres. En la primera, se enseña sobre las técnicas sutiles (artes), y en la segunda, sobre lo divino. Y enseña del siguiente modo: primero indica lo que se debe leer [en voz alta]; luego, qué orden debe seguirse, y por último, cómo se debe leer [en voz alta]. Sin embargo, a fin de saber qué es lo que debe leerse [en voz alta], o lo que principalmente debe leerse [en voz alta], la primera parte comienza detallando la fuente [origo] misma de todas las técnicas (artes) y luego las describe junto a sus diversas partes; es decir, cómo cada una contiene a otra o es contenida por otras, clasificando a la filosofía, desde lo sumo hasta sus elementos. Luego enumera a los autores de las técnicas (artes), y después muestra cuáles deben ser estudiadas [mediante la lectura en voz alta] por orden de importancia. Más adelante explica también en qué orden y de qué manera deben leerse [en voz alta]. Por último, prescribe a los lectores una disciplina para sus vidas, concluyendo de este modo la primera parte.


En la segunda, se establece a qué escritos se debe llamar divinos, y luego se indica el número y orden de los libros divinos, quiénes son sus autores y cuáles los significados de sus títulos. A continuación, trata de algunas de las propiedades más importantes de las escrituras divinas, consideradas necesarias. Luego instruye de qué manera se debe leer [en voz alta] la Sagrada Escritura a aquel que busca, en ella, la corrección en sus costumbres y la forma en la que se debe vivir. Al final, se dirige al que la lee por amor al saber [amor scientiae], tocando su fin, así también, la segunda parte.


NOTAS.


(1) Sal. 36, 4. La versión latina usada por Hugo une los salmos 9 y 10.



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