BORGES LIBRESCO [RRL]
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Partamos de una afirmación de Borges que recorre las redes sociales y pergeñemos algunas observaciones: «De los diversos instrumentos inventados por el hombre, el más asombroso es el libro; todos los demás son extensiones de su cuerpo. Solo el libro es una extensión de la imaginación y la memoria».
Dejando de lado la posible confusión entre máquina e instrumento, ínsita en la cita borgeana (por lo demás, confusión largamente debatida en sedes muy lejanas a la literatura), ¿será posible hacer comprender que el libro es una máquina hecha de sellos que representan, visualmente (en los mejores casos), orbes ontológicamente virtuales (aunque no por eso irreales), como el triángulo o los hoyos negros? Si no fuera así, nuestro libro-dispositivo (al que nos acostumbraron los siglos XIX y XX) no sería apenas una máquina semiótica. Aprovechando la mirada quirúrgica de Julio Balderrama, podemos caracterizar a ese libro-dispositivo, en el sentido al que venimos atendiendo, como aparato lúdico, generador de efectos intelectivo-emotivos de sentido.
Con ser esto cierto, hay todavía que centrarse en la noción de lectura. En esta misma línea argumentativa, habrá que admitir que la primera prueba de que la lectura es algo más que un pasatiempo reside en el saber desmontar el libro de que se trate. Quien no sepa desmontar un libro-dispositivo durante las relecturas (cuando no se lee para matar el tiempo, no se lee; se relee), el lector se ha quedado en una lectura impresionista, involucionada.
La segunda prueba, por su parte, es la posibilidad de captar cómo el redactor del impreso supo explotar las reglas ortotipográficas, utilizadas para graficar en el plano las frases idiomáticas que es necesario entonar para leer. En el mundo iberoamericano, da pena ajena que tantos graduados universitarios aún respiren la creencia semialfabetizada de que la ortotipografía es un adorno especializado de la lectoescritura. Sería auspicioso que se enteraran de que, desde el Renacimiento italiano, Aldo Manuzio mediante, la ortotipografía es el pilar alfabético fundamental de las lenguas eruditas o lenguas de cultura, acaso cúspide de la apercepción idiomática euroamericana.
Si vale la pena atender a la segunda prueba, es para degustar el valor íntegro de la ortotipografía normativa, que es una exigencia de la graficación en el plano, cuando la plana es un exactamente eso: un mapa de lo que no se espera ver. El improbable lector de estos renglones ha leído bien: la ortotipografía, en esa máquina que es el libro-dispositivo, sirve para ver paisajes que la mente lectora no esperaba ver porque son u-tópicos, inexistentes (aunque sí «sistentes»), inubicables. Pero, hay más. Sin la ortotipografía normativa, tal vez, la lectura no se hubiera transformado en un débil pasatiempo para el tedio, el que redobló la apuesta, aproximada- mente hace alrededor de veinte años. Desde entonces, los dispositivos digitales, luego de que alguien comprendiera su relación más que íntima con las drogas psicotrópicas, se han enseñoreado de la vigilia, haciendo creer que existe lo que está dibujado en el plano. En pocas palabras, un Pinocho de dos dimensiones.
Las pruebas sobre la lectura técnica de los libros-dispositivos que podrían seguir enumerándose, más enigmáticas aún para el siglo XXI, se acallan por mor de la brevedad.
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