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AMBIGÜEDAD SISTEMÁTICA DE LAS PALABRAS (R.G. Collingwood)


(…) Hay que despejar las ambigüedades adheridas a una palabra y sacar a la luz su acepción propia. La acepción propia de una palabra (y no me refiero al vocabulario técnico, al que sus padrinos, apenas nacido el dicho vocablo, adornan con definiciones claras y precisas; sino a las palabras de un habla viva) no es nada que le esté adherido como una gaviota posada sobre un peñasco; más bien es algo sobre lo que la palabra revolotea como una gaviota alrededor de la popa de un barco. Tratar de fijar en la mente esa acepción es como querer persuadir a la gaviota de que se quede quieta en los aparejos de la nave, bajo la condición de que esté viva al posarse: no se debe ni dispararle ni mantenerla atada. La única manera de descubrir esa acepción consiste en preguntar, no «¿qué significa (la palabra)?», sino «¿qué es lo que tratamos de decir (con la palabra)?». Y eso implica una pregunta ulterior: «¿qué nos impide mentar lo que estamos queriendo decir?».


Así las cosas, estos obstáculos (las acepciones impropias) que distraen la mente de la acepción propia son de tres clases. Voy a denominarlas de esta manera: «acepciones obsoletas», «acepciones analógicas» y «acepciones complacientes».


Las acepciones obsoletas que toda palabra con historia posee por la fuerza de las cosas son las acepciones que la palabra tuvo alguna vez y que la costumbre retiene. Estas acepciones dejan como una estela detrás de la palabra, igual que una estrella fugaz; y se dividen, según la distancia que guarden con la palabra de marras, en más o en menos obsoletas. Por su parte, las muy obsoletas no representan ningún peligro para el uso actual de la palabra; están muertas y enterradas, y solo el anticuario desea exhumarlas. Sin embargo, las menos obsoletas representan el verdadero peligro. Están colgadas con desesperación de la mente actual como personas que se están ahogando, y zarandean de tal manera la acepción actual que el único modo de distinguirlas es realizando el análisis más cuidadoso posible.


Las acepciones analógicas brotan del hecho de que, cuando queremos hablar de la experiencia de otras personas, solo podemos hacerlo en nuestro propio idioma. Ahora bien, nuestro propio idioma ha sido creado con el propósito de expresar nuestra propia experiencia. Entonces, cuando la usamos para hablar de la experiencia de otra gente, tenemos que asimilarla a la nuestra. En inglés, no podemos hablar sobre las maneras de pensar y sentir de una tribu negra, sin que sonemos como si esa tribu sintiera y pensara como ingleses; por lo mismo, no podemos explicarles a nuestros amigos negros, en su propia lengua, cómo sienten y piensan los ingleses, sin que parezca que los ingleses sienten y piensan como los hacen los de la tribu en cuestión. O mejor dicho, la asimilación de un tipo de experiencia a otro tipo de experiencia puede funcionar bien durante un tiempo; pero, tarde o temprano, habrá un alto, como cuando tratamos de representar un tipo de curva mediante otro tipo de curva. Cuando eso sucede, la persona cuyo idioma se está usando piensa que el otro se ha vuelto más o menos loco. De la misma manera, al estudiar historia antigua, utilizamos la palabra «estado», para traducir la palabra «πόλις» (pólis), sin escrúpulos. Empero, la palabra «estado», la que nos fue legada por el Renacimiento italiano, fue creada para expresar la nueva conciencia política secularizada del mundo moderno. Los griegos desconocieron esa experiencia; su conciencia política fue religiosa y política a la vez, por lo que eso a lo que llamaron πόλις fue algo que para nosotros aparece como una confusión entre la Iglesia y el Estado. Carecemos de palabras para algo así porque no poseemos la cosa. Cuando utilizamos la palabra «estado», «político», etc., las usamos no en su sentido propio, sino en un sentido analógico.


Las acepciones complacientes surgen del hecho de que las cosas a las que nombramos son cosas que se nos presentan como (afectivamente) relevantes. Suceda lo que suceda con los tecnicismos científicos, las palabras de una lengua viva nunca se usan sin algún matiz práctico o afectivo, que en ocasiones adquiere prioridad por sobre la función descriptiva. La gente se hace llamar (o impide ser llamada) con títulos como caballero o cristiano o comunista, tanto descrip-tivamente (porque piensan que tienen o carecen de las cualidades que esos títulos connotan), como afectivamente (porque desean poseer, o no, las dichas cualidades, sin que importe si saben o no en qué consisten). Ambas alternativas están lejos de ser mutuamente exclusivas; pero, cuando la razón descriptiva es superada por la afectiva, la palabra se vuelve un eufemismo o un insulto, según sea el caso.


[extraído de The Principles of Art, 1938, páginas 7-9. Trad. RRL]

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