SOBRE LA INMINENTE INUTILIDAD DEL LECTOR (Raimundo Lida)
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Los libros engendran libros, y si se considera cuántos tomos han nacido de la Ilíada o del Fausto, cuesta no alarmarse por la incalculable progenie que descenderá de esta muchedumbre de papel cuyo peso abruma ya las bibliotecas (…).
No más inteligente ni selectivo, pero sí, a la larga, más poderoso, más radicalmente eficaz que la supresión violenta de cierto número de libros (o de lectores), es hacer cada vez más obvia la inutilidad del libro (y la del lector). Los intentos de supresión violenta corren el riesgo de estimular las fuerzas de resistencia; mejor es embotarlas, distraerlas, evaporarlas lentamente, eliminar hasta las más lejanas posibilidades de reacción. Los índices de lecturas prohibidas, solo lícitas con venia de la autoridad competente, suelen despertar en ciertas almas unos extraños pujos de desobediencia; mejor es poner al alcance del lector todos los libros, ir anulando en él la capacidad de elección activa y personal, crear y alimentar la ilusión de adquirir libros (o sus simulacros) es prácticamente lo mismo que leerlos, y aumentar en lo posible la distancia entre esos dos términos: que sea cada día más fácil poseer nuevos libros y cada día más difícil frecuentarlos.
Ante todo, pues, que el lector s’y laisse glisser; que llegue, como por sí mismo, a hacerse prescindible y superfluo. Bueno será convencerlo de que puede, y hasta debe, absorber Cultura sin esfuerzo, pensando en otra cosa (como quien absorbe música mientras juega a los dados) o sin pensar en cosa alguna (como quien absorbe sol durmiendo en la playa). Después, que por multiplicación de una serie de sustitutivos, intermediarios y accesorios, se vaya eliminando paso a paso el libro. Hacia este propósito convergen posmodernos adelantos de la fotografía y la fonografía, la pequeñez de las casas, la producción abundante y barata de artefactos antes accesibles solo a los ricos, mil modestas virtudes y espléndidos vicios del mundo que nace, principalmente los orientados al cultivo de la comodidad. Para mayor comodidad, en efecto, el libro ya no será libro sino microfilm. Bastará colocarlo en un dispositivo especial, apretar un botón, respirar profundamente, cerrar los ojos…
Pero tanta pobreza no era todavía bastante, y mi amigo Adrián Aguilar me escribe ahora desde San Francisco que laboratorios inmensos trabajan en tres turnos para obtener aparatos más perfectos: aparatos que leerán solo las partes esenciales de cada microfilm, subrayadas por expertos redactores del Reader’s Digest. Quien no disponga de tiempo , o de ganas, no tendrá por qué oír el recitado; lo confiará a un receptor-grabador anexo al aparato. Lo leído quedará registrado, para mejor ocasión, en un microdisco no mayor que la uña del meñique. A fin de mes, un super-microdisco extractará automáticamente lo esencial de todos los extractos. Pronto habrá microalgas que sepan prescindirde las demás lecturas – y aun de esta, pues tendrán la seguridad de que todo hade quedar bien conservado en su macrodiscoteca.
Yo no soy de los que están siempre aguzando el ingenio para anunciar antes que nadie los desastres más lejanos; pero el doctor Aguilar no desdeña este ejercicio, y nada habría de malo en ello si con frecuencia no acabara por tomar demasiado en serio lo que empezó como deporte y burla. Para él, la suave revolución copernicana que bajo capa de facilitar la lectura va anulando gradualmente al lector es, a no dudarlo, el comienzo del fin. En esta época – escribe – de altoparlantes y de ministros de propaganda, llega así a sus consecuencias últimas un proceso de siglos. Siglos necesitó el hombre ¡oh Alan!, para domar y adiestrar sus gritos; siglos para que llegara a consumarse esa pequeña y enorme transposición de la lectura oral a la lectura visual. Pero el proceso llevaba en algunos de sus pliegues los gérmenes de su propia anulación y reversión. Pronto nació el afán de confiarlo todo, sin perdonar tilde, a carpetas, legajos, copiadores, archivos voraces a los cuales ha sido negada la sana y noble aptitud de olvidar. Por quién sabe qué oculta maniobra compensatoria en la economía de la civilización, este empeño delirante de fijar la palabra sobre el papel culmina y remata ahora en un sistema de reproducción de la palabra hablada, que transforma al libro en un objeto cada vez menos manejable directamente. Ya no es el lector mismo quien presta su voz a los signos impresos. Ahora debe limitarse a recibir una voz ajena, profesional e inmodificable; debe entendérselas, por una parte, con la palabra desfigurada e incrustada en placas de caucho o rollos de celuloide, y, por otra, con la palabra voladora, rebelde a operaciones lentas y cuidadosas como las que consentía de buen grado la página escrita, con sus anchos márgenes acogedores.
Las circunstancias más dispares se conjuran para fomentar la aciaga convicción de que todo puede reemplazarse: hasta el lector y su soledad, hasta el libro y su hospitalaria mudez. ¿Qué mejor prueba, concluye el doctor Aguilar, de que se han aflojado y enmohecido en el alma humana los resortes que la mantenían vigilante? La suerte está echada. Unos siglos más – tiembla, lector, como tiembla mi pluma al copiarlo – y el hombre, semidormido en dulzuras de eutanasia, olvidará la rueda y el fuego; y la Tierra olvidará al hombre, se recogerá en sí misma y se irá deshaciendo también en definitivo sopor; y el espíritu de Dios olvidará a la Tierra y volverá a flotar sobre la oscuridad del abismo, como antes del primer día.
«La Torre en guardia», incluido en «Estudios hispánicos». México: El Colegio de México, 1988.
[N.B. posiblemente, publicado en la década de 1940.]