PRESENCIA DE JULIO BALDERRAMA
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Desde 1995, la muerte de Julio Balderrama (Buenos Aires, 1924) continúa inadvertida; a pesar de eso, flota en el recuerdo su labor, ajena a la autopromoción y hasta al reconocimiento cabal. El hombre solo estuvo empeñado en estudiar; es decir, en educarse a sí mismo, mutando las relaciones de fuerza de la psiquis, en mándalas de la autoconciencia. Julio Balderrama emanaba de un vórtice de luz, cuyo fulgor lo envolvía en una nube secreta. No sé si en su funeral se leyeron las frases que Chesterton había entintado sobre la muerte de Tomás de Aquino: le cabían al dedillo. «En el mundo de esa mente había una ronda de ángeles y un círculo de los planetas, de las plantas o los animales; pero había también un orden inteligible y justo de todas las cosas del mundo, una autoridad sana y una libertad que se respetaba a sí misma, y cientos de respuestas a cientos de preguntas en la complejidad de la ética o la economía. Empero tuvo que haber un momento en que los hombres supieron que el molino tonante del pensamiento se había detenido de repente; y luego de superar la sorpresa por la quietud supieron que esa rueda no conmovería más al mundo; que ahora no había nada en esa casa vacía, sino un gran montón de arcilla».
Para simplificar el discurso, podría afirmarse que Julio Balderrama se dedicaba a respirar con inteligencia. Esa respiración atenta resultó, por la fuerza de las cosas, en tres volúmenes (en colaboración) de una gramática castellana para la enseñanza media; una teoría sistemática del pronombre y otra del artículo; una conferencia sobre la poesía; un estudio sobre la «Decadencia de Occidente» de Spengler y un artículo cuyo propósito es demostrar la condición etnológica de las ciencias naturales. Asimismo, hay la traducción de más de cuarenta obras de lingüística y filosofía, pedagogía y religión, psicología, literatura y etnología; taxonomías del signo, los moldes mentales de las culturas orientales o la formación del pensamiento occidental, desde el siglo XII. Hay cronologías y tablas de clasificación de fonemas de las lenguas asiáticas y europeas y hasta una lista aún incierta de algunos poemas propios y otros traducidos del chino antiguo. Cabe indicar aquí que Balderrama se negaba a publicar, en el sentido de que no se veía a sí mismo ni como autor ni como estudioso. Tal vez esta conducta se juzgue extraña hoy; no lo era hace medio siglo.
Un lugar destacado, al cierre de la relación anterior, lo ocupan las por lo menos cuatro mil páginas de apuntes inéditos, en hojas oficio, dactilografiadas a espacio sencillo y sin márgenes, que abarcan una teoría básica de sintaxis general aplicada a la lengua española, una introducción a la semántica y campos afines y una propuesta de análisis literario; léxicos de filosofía oriental y de lingüística euroamericana; una introducción general al estudio de la gramática moderna, un curso sistemático de gramática descriptiva, materiales introductorios para el estudio de la gramática transformacional y un apunte de conceptos lógico-matemáticos preliminares para el estudio del lenguaje. También se incluyen instrucciones programadas, introducciones a la gramática y pronunciación de unas veinte lenguas y tablas cronológicas para el estudio de las literaturas alemana e inglesa.
A todo esto, deben agregarse los desvelos del traductor. La traducción, en manos de Balderrama, fue fuente de los matices que el refinamiento de la propia lengua logra luego de pasar por el tamiz de tantas otras lenguas comprendidas hasta el tuétano. Sorteando los pseudónimos (se reiteraban Abelardo Maljuri y Juan Valmard), tradujo y adaptó al castellano más de cuarenta obras de considerable densidad: desde el «Ser y la nada», de Jean-Paul Sartre (con índice temático-terminológico), hasta el «Diccionario de la sabiduría oriental», compilado por cuatro especialistas alemanes en hinduismo, budismo, taoísmo y zen; desde el «Orfeo y la religión griega», de W. K. C. Guthrie, hasta «La literatura persa», de Antonino Pagliaro y Alessandro Bausani; desde la «Breve historia de la psiquiatría», de Erwin Ackerknecht, hasta el «Cibernética y filosofía», de Helmar Frank; desde el «Libro tibetano de los muertos» hasta «Patáñjali y el Yoga», de Mircea Eliade; desde «Símbolos fundamentales de la ciencia sagrada», de René Guénon, hasta «El hombre primitivo como filósofo», de Paul Radin o varias obras de Carl Jung.
Ante la descripción incompleta de tanta labor, puede juzgarse paradójica la actitud de un hombre que se negó a publicar. Se olvida que Balderrama se consideraba apenas estudiante: escribía para aprender. Probablemente hubiera en esa determinación una finalidad acallada y palpitante, accesible aún en un sitio recóndito. Por otra parte, ese estudiar no era sino el reflejo de una generosidad, expresada en tres niveles de comportamiento. El primero era el préstamo incondicional de cualquier libro de su biblioteca, en donde trabajaba (es conjetura) al menos doce horas diarias. El curioso podía llevarse la cantidad de libros que fuera capaz de acarrear, luego de haber sido pacientemente escuchado acerca de dudas o comentarios sobre las lecturas realizadas (lo que a su vez generaba otro abultado préstamo de libros para glosar la glosa primera). Privilegiando la concentración, Balderrama pasaba horas en escuchar, deshacer y sopesar los argumentos con los que su interlocutor intentaba aferrar los matices de lo incomprendido.
El segundo nivel, en cambio, solo asequible a los osados, provenía de la navaja intelectual con la que Balderrama realizaba el comentario técnico-editorial de los trabajos escritos sometidos a su juicio. Seco de elogios, polemista temible (así dijo Alfredo Hurtado) y de franqueza demoledora para con la estupidez, su aprobación, siempre ecuánime, implicaba una victoria del autor sobre sí mismo que significaba la desintegración del círculo demoníaco del yo romántico-adolescente, frase acuñada por Balderrama sobre la del círculo diabólico de la neurosis de Künkel. En cierto sentido, someter al juicio de Balderrama un escrito (dictamen que se expresaba en análisis tan minuciosos que obligaban al estudio del comentario para entenderlo) podría ser asimilado a los ritos de pasaje propios de las culturas llamadas arcaicas. Enfrentar el terror a una mirada que la inepcia personal convertía en infierno preparaba la interioridad del catecúmeno a una apertura y aceptación de los límites inevitables en jóvenes de veinte años. Por otra parte, el ni siquiera sospechar la posibilidad del halago hacía que, cuando este se verificaba, se confirmara el propio crecimiento a través de una satisfacción legítima. Viene fácilmente al recuerdo aquel muchacho veinteañero a quien Balderrama, en público, llamaba poeta, con franca admiración.
El tercer nivel y, seguramente, la más noble revelación de esa generosidad, se verificaba cuando Balderrama reconocía, con satisfacción patente, su propio error de perspectiva frente al acierto analítico del otro; reconocimiento que, en ocasiones, llegaba a la intervención pública en favor del talento ajeno, de parte de un hombre al que solo una mediocridad cultivada juzgaba como inabordable. Desde la intimidad, la generosa nobleza era un movimiento espontáneo de las inclinaciones intelectuales de Balderrama y del modo cómo trataba de cultivarlas. En los últimos años de su vida, solía formular los polos que a través de los años enmarcaron su actividad prolífica. Aun sabiendo que no había justificación estrictamente filológica para la dicotomía, Balderrama explotaba una posible diferencia entre los verbos comprender y entender a fin de expresar: «cada día comprendo más y entiendo menos». Comprender (com-prehendo) era aprehender las cosas en la totalidad de un modelo que les da sentido; entender (in-tendo), por el contrario, era tender la punta aguzada del intelecto entrando en la realidad profunda de la cosa.
Es natural que estas notas no busquen reflotar la conjunción de motivaciones y talentos que se repartieron la imaginación del estudiante Balderrama, ya que, por otra parte, jamás aludía a su trabajo; en las conversaciones, escuchaba, principalmente. Por eso cuesta tejer la escondida senda, la pantagruélica digestión del desierto de teorías, doctrinas e ideologías, a fin de evitar que la abstracción empobreciera los intervalos de la oquedad del mundo, del que las formas vivenciadas de cultura son síntomas. Una rara intuición del estudiar, transformado en generosidad, lo llevó a potenciar con tacto de orfebre la escolaridad, el mito más penetrante del siglo XX. Por lo tanto, debe atenderse a esa vida de la inteligencia, cuya enjundia quebraba las cáscaras de lo mundano, intimidando a muchos y haciendo parlotear a tantos más. Su labor rehuyó la publicidad, sin desperdiciar, empero, la presencia incitante del entorno. Se habría burlado filosamente del mote de estudioso; no por falsa modestia, sino porque el esfuerzo hacia el saber oceánico no comulga con bagatelas. Es de aventurar, en cambio, que no habría renegado del vocablo estudiante, pues apunta a un aserto de Raimon Panikkar: «Los hombres podemos enseñar poco a los demás, pero podemos aprender mucho de los otros».
También es natural que estas notas despierten un franco escepticismo. Para los escépticos profesionales, en todo caso, puede idearse una parábola de modo de colorear una semblanza pálida. En el banquete de la vida, sin que importen las razas ni los respetos humanos, hay tres tipos de comensales. La primera mayoría traga los manjares bajo el acicate de la voracidad, sin imaginar que hubo un cocinero o que los ingredientes no fueron concebidos, desde la eternidad, para sus estómagos. La segunda mayoría se arruina la degustación de los platillos, pues envidia la habilidad del cocinero (aunque públicamente se deshaga en cumplidos) y está fastidiada a causa de que los ingredientes no hayan sido concebidos para su estómago. El último grupo, espontáneamente separado de los anteriores, aprecia el banquete: ante todo, porque hay ingredientes y cocinero; asimismo, está dispuesto a aprender cómo preparar los platillos, aunque prefiera ayunar diariamente. Julio Balderrama perteneció a este último, y eso lleva con suavidad al recuerdo de su inteligencia impregnada de silencio.
Superado el mezzo del cammin, se le concedió al autor de este semirretrato, más veces de las merecidas, conocer a mujeres y hombres literalmente prodigiosos, cabalmente portadores de una llama que hoy silba mortecina. Empero, nada, salvo la experiencia, podrá convencerlo de que volverá a encontrar una mente como la de Julio Balderrama. Sabe extraña la certeza de la propia muerte, abolida la ocasión de tratar de nuevo con una «luz quirúrgica que recorta el objeto» (la frase es del mismo Balderrama), siendo ese objeto un fonema o una deidad lejana, un teologema o la alemana filosofía del espíritu o la obligación de pergeñar un poema cuando se traduce, del chino, a Lao-tse. Además, el sinsabor de esa falta pone en evidencia el misterio de ser conscientes, el misterio intermitente de ser apenas la llama de una vela que no deja de ser ella misma aunque encienda otra vela. Sabe extraño también el recuerdo de las horas de conversación con un ser humano que atravesó mundos tan dispares con el solo propósito de vencer el propio fetichismo, con la única meta de llegar al éxtasis donde la pasión no se agota en residuos. Cuanto más punzan aquellas conversaciones, más irreal se vuelve lo declamadamente actual.
En rigor, más allá de las virtudes del hombre fallecido hace veintidós años, debería recordarse a Balderrama porque fue el signo palpable de que la realidad última es inteligencia que se cuela por los nombres y las formas que percibimos. Él mismo se sabía una forma, cuya existencia, por a-normal, por transgresora, seguirá siendo inexplicable, aunque no imparticipable (como dijo otro prodigio de claridad). Cierto es que su nombre parece diluirse en el viento, como alguna vez, lejana o cercanamente, se diluirán todos los nombres queridos a una conciencia individuada. Empero, es preciso testimoniar que, a pesar de estos veintidós años, la muerte ha sido impotente para interrumpir aquel diálogo comenzado en Buenos Aires, allá por 1986, y cuya extáctica síncopa aún es cotidiana.
[Fragmento de una conferencia pronunciada en 2010]